Debidamente instalado sobre las rocas en mi silla plegable de guiri converso, hago como si leyera, pero en realidad estoy más que entretenido con el ambientillo que se está formando en mi lugar preferido para el baño mañanero. He estado en beatífica soledad un buen rato, dedicado a la lectura y a alguna que otra observación subrepticia. Luego ha venido una familia de piragüistas con niños, alguno de corta edad, pertrechados todos para las travesías que les ha programado una listísima aplicación del móvil, con carta blanca para desplegar toda una parafernalia de sacos de dormir (la aplicación no prevé hotel ni pensión), neoprenos varios, piraguas (ahora todo el mundo las llama kayak, que debe de ser más guay). Marchan pronto, joviales como en un anuncio para gente encantadora…
Llega entonces la hora de Laura y sus amigas, del club de jubiladas nadadoras «Navegam que ja és prou». Dejan sus pertrechos (mínimos) en las rocas y muy pronto solo son unos puntos en la lejanía de la cala, con su tertulia acuática itinerante y el indiscutible liderazgo del sombrero de paja de Laura que vuelve impoluto al cabo de un buen rato. Pero hoy es el turno de gentes osadas. Tres jóvenes maduros invaden el territorio autóctono con sus tatuajes, sus neoprenos con unos extraños cables enrollados a los tobillos, su piragua (perdón, kayak) ¡Y sus botellas de oxígeno! ¡en nuestra pequeña y familiar calita! Tras parlotear a viva voz más de media hora (lectura suspendida) se sumergen para explorar las anfractuosidades submarinas con sus pulpos gigantescos, que solo existen en sus cabezas turbadas por la maria que se han fumado antes de la temeraria inmersión. Les perdono su intrusión porque uno de ellos lleva la camiseta del Barça, campeón del verano en fichajes, como cuando era pequeño. Ho guanyarem tot…
En otra mañana tan luminosa como silenciosa, comentamos la jugada con Carlos y Zoe, dos veteranos del lugar, cuando aparecen un par de señoritas (¿será uno reo de feminicidio por utilizar conceptos tan equívocos cuando no diríamos «señoritos»?), en traje de baño, pero notoriamente acicaladas. Suspendemos la conversación para observar cómo empiezan a posar para una sesión de selfies sin haberse interesado por la belleza del lugar (creo que ni siquiera saben dónde se encuentran, no muestran el más mínimo interés). En la sesión de posados, una de ellas frunce los labios mientras se mesa sugerentemente los cabellos. La otra prefiere resaltar la belleza de sus piernas poniéndose de puntillas mientras exhibe una enigmática sonrisa, como si no le acabara de gustar la pose… o sus piernas.
El rollito de los selfies me lleva al ullastre, a filosofar en compañía, o más exactamente, bajo el magisterio del filósofo alemán, de origen coreano Byung- Chul Han, soberbio analista de la realidad contemporánea, quien en su reciente obra «No cosas», nos explica que «hoy día nos comunicamos de forma tan compulsiva y excesiva porque estamos solos y notamos un vacío. Pero esta hipercomunicación no es satisfactoria. Solo hace más honda la soledad, porque falta la presencia del otro.»
Mientras en la fotografía analógica se detiene el tiempo, tiene una escala narrativa que se guarda, en la fotografía digital solo cuenta el momento, es una mera secuencia de presentes puntuales, sin continuidad narrativa, pero con carácter chismoso, de ahí que en ellas prevalezcan las poses extremas. Nos inventamos a nosotros mismos, es decir, nos ponemos en escena en diferentes poses y papeles que luego expandimos por nuestro siempre limitado universo para darnos una importancia que no tenemos.
Pero, de nuevo en el agua multicolor, me cruzo con Ángela, la reina del lugar, y todo vuelve a su lugar, el de una foto analógica para enmarcar.