En aquellos años el Primero de Mayo era el día del trabajo y acudir a la manifestación, una fiesta de reivindicaciones y afirmación sindical que UGT continuaba luego con una paella en Macarella. El pasado domingo los manifestantes no llegaban al centenar, eran como una cofradía, menos que quienes contemplaban desde las terrazas, caña en mano, el paso del grupo con banderolas de plástico y alguna de tela -con la que está cayendo en Ucrania- con el anagrama del partido comunista.
En una sociedad con un tejido empresarial de microempresas, el mundo sindical pierde músculo, solo el 13,7 por ciento de los asalariados está afiliado a alguna organización, el nivel más bajo desde los años 90. En contraste, el Gobierno de Pedro Sánchez les ha regado con un 18,33 por ciento las subvenciones después de que en plena crisis de la covid, hace dos años, aumentara la ayuda sindical de 8,9 millones hasta 13,8.
Esta Fiesta del Trabajo ha llegado en medio de la mayor espiral inflacionista de los últimos años y con los precios del combustible y la electricidad por las nubes, lo que ha generado un aluvión de protestas y huelgas de sectores como el transporte y el campo que UGT y CCOO no han sabido canalizar. En algunos casos, incluso han intentado deslegitimarlas, prueba evidente de que han perdido el pulso de la calle.
Tampoco UGT, todavía mayoritario por muy poquito, está limpio del pringue de la corrupción. Nicolás Redondo le montó un huelga general a Felipe González, eran tiempos de líderes, hoy el sindicato socialista es una correa de transmisión política que elogia la acción del Gobierno. Un humorista me recordaba el otro día aquel chiste de Mingote en el que un trabajador le decía a otro: «La clase trabajadora empieza a estar harta y en cuanto haya un gobierno de derechas, nos van a oír».