Me he enterado y no me extraña que nuestro país es el más ruidoso del mundo, porque hace tiempo que encabezamos más cosas negativas que positivas. Dejando al margen esos países ruidosos a causa de los conflictos bélicos, nuestros ruidos llamémosles «caseros», se han convertido en las sombras de nosotros mismos, algo de lo que desearíamos pasar.
Vas por la calle y casi te obligan a escuchar las conversaciones ajenas a través del móvil, vamos, que en alguna ocasión hasta te dan ganas de intervenir en ellas solo por ayudarles a que se pongan de acuerdo y se callen. Decides ir a comer a un restaurante y si has pedido un plato de sopa o caldereta, tendrás la ocasión de ver como en la superficie del caldo se produce una especie de mini sunami y como las gambas intentan saltar debido a las vibraciones sonoras producidas por los comensales que te rodean y si de postre has pedido un flan ya ni te cuento.
Yo hace tiempo que ya practico el auto aislamiento sonoro, moviéndome entre aquello de que «no hay más sordo que el que no quiere oír» y «a esos ni los escucho» y créanme que cuando consigan diferenciar entre lo que oyen y lo que escuchan, les aseguro que habrán alcanzado un nivel de relax de lo más sorprendente, habrán aprendido a ignorar a esos cantamañanas y palizas que pululan con la única intención de amargarle la existencia. Y si pueden aislarse algo más, lejos del mundanal ruido, en plena naturaleza, se darán cuenta de que el silencio también se escucha y hasta en ciertos momentos nos molesta, nos cuesta soportarlo cerca de nuestros atrofiados tímpanos.