Allá por los ya lejanos tiempos de mayo 1988, el prestigioso columnista de la no menos legendaria revista de debate político «Triunfo» y por entonces ya en «El País», Eduardo Haro Tecglen, publicaba un artículo que me llamó la atención. Se titulaba «La democracia de las cosas» donde escribía: «Las ciudades tienen que perder su fisonomía antigua, y los bosques y las playas. La añoranza por el médico de cabecera, por el mantel de hilo, por las casas bajas y anchas, por el servicio puntual y silencioso, por la atmósfera sin humos es un sentimiento que solo pueden tener los que lo han perdido o los que quieren denodadamente que no se reparta lo que hay entre más y se queden las cosas, por lo menos, como están…».
La atropellada deriva de los últimos lustros nos ha llevado a una exacerbación de esa nostalgia por los tiempos idos de la que nos hablaba Haro Tecglen y que está en el origen de los movimientos populistas que nacen como reacción visceral ante problemas irresueltos, y que en su retórica buscan recuperar un mundo que ya hemos perdido: fronteras, homogeneidad étnica, retorno al Estado, revivir antiguas grandezas que en la mayoría de las ocasiones no son más que engaños de una memoria cada día más caprichosa y dócil a los designios de embaucadores y /o visionarios de toda laya.
Pero esa nostalgia por el presunto paraíso perdido no se limita a delirantes proclamas políticas sino también a nuestras más humildes biografías, que al enfocar hacia atrás redescubren la Arcadia feliz de la infancia con, los manteles de hilo, el médico de cabecera que venía a casa para auscultarnos y recetarnos alguna pócima; la antigua fisonomía de nuestras ciudades (aquella Explanada gloriosa, aquel puerto familiar). Época en que los cambios solo ocurrían por catástrofe natural, los gobernantes eran seres lejanos e intangibles en lugar de candidatos permanentes a la picota pública mientras los maestros pasaban de encarnar la sabiduría y la autoridad moral a ser un mero colega.
Nuestra Arcadia feliz estaba en invierno, los domingos después de misa de doce, en un Carrer Nou repleto de bares de tapas, donde deambulábamos como hámsteres en la ruleta detrás de las chicas que nos gustaban hasta que por fin conseguíamos acompañarlas sin derecho a roce, que no estaban los tiempos para osadías pecaminosas. En verano, nuestra Arcadia era la espera expectante del tup tup de la motora d'en Gori, pistoletazo de salida para la zambullida y las sotes (aguadillas) a las chicas, actividad por la que hoy día nos acusarían de bullyng. Pescábamos cabots en la vorera y, en el fosquet, platicábamos con los vecinos en la puerta de casa sentados en sillas de mimbre, hasta que empezaron a proliferar como setas los restaurantes, que harían pasar de tapadillo al Andén de Levante de zona residencial a la una densa explotación turística que los vecinos sufrimos dócilmente…
Al fin y al cabo, el paraíso perdido más universal es la infancia, única patria reconocible, con sus paisajes, sus olores y colores. En la nuestra, a pesar de lo bien que nos lo pasábamos con nuestras precariedades, los colores eran tristones, los olores rancios, y las prohibiciones campaban a sus anchas, desde el amago de streptease de Rita Haywort en «Gilda» a cualquier opinión que rozara los dogmas político-religiosos del Régimen. Por eso hoy nos inquietan los atisbos de vuelta a la censura que se advierten por doquier bajo el eufemismo de «cultura de la cancelación», que ya hace estragos en las universidades norteamericanas, donde se cancela cualquier libro o conferencia que pueda ofender la sensibilidad identitaria de algún alumno con la susceptibilidad a flor de piel, mesquinet, que no sufra la criatura.
Es muy preocupante y desmoralizador que el único paraíso perdido que estemos recuperando sea precisamente el de la censura, por la infantilización que supone decidir qué contenidos pueden dañar las tiernas mentes de los estudiantes, ya que se otorga preponderancia a los sentimientos de grupo sobre el razonamiento y el debate de ideas. Se presupone la fragilidad de los estudiantes en detrimento de la madurez. Según nos cuentan José Errasti y Marino Pérez Álvarez en «Nadie nace en un cuerpo equivocado», hoy día en los debates ya no se lleva tanto el «no estoy de acuerdo» como el «me siento ofendido». Mientras que el desacuerdo compromete una discusión razonada, «sentirse ofendido» cancela cualquier debate que implique razonar. Y así andamos, entre rebuznos.
PS.-Se nos ha ido Santiago Llompart, el librero valiente que nunca se arredró ante el acoso que sufrió su Librería Catalana durante los años de plomo de unos tiempos que no se acababan de ir mientras los nuevos no llegaban. Descanse en paz el buen amigo y que continúe su legado de cultura y libertad. Endavant, Miquel, no t'abandonarem.