Nuestro obispo nos recordaba la pasada semana (Full Dominical) las palabras del papa Francisco sobre la «pastoral del contagio», dirigidas a los fieles laicos. «Se trata, decía, de contagiar a los otros el entusiasmo que suscita haber encontrado a Cristo». En efecto, esto se corresponde perfectamente con el pasaje evangélico en que Jesús una vez llamado a Felipe, éste, lleno de gozo, lo primero que hace al encontrar a su amigo Natanael es darle la gran noticia de haber encontrado al Mesías. Ante su incredulidad le dice: «Ven y verás» (Jn 1,46) y lo lleva a Cristo y Natanael (Bartolomé) se convierte también en uno de sus primeros discípulos.
El mismo Cristo nos da ejemplo. Está completamente metido en el tejido social de su lugar y de su tiempo. Cualquier circunstancia le sirve para entablar relaciones de amistad: en Samaría sentado junto al pozo pidiendo agua a la samaritana, camino de Emaús conversando con dos discípulos, en Betania con sus repetidas visitas a sus amigos… Pero donde más se pone de relieve es en la última cena al decir a sus discípulos: «A vosotros os he llamado amigos» (Jn 15.15) y a continuación les hace una serie de confidencias muy íntimas que evidencian el gran amor que les tiene. Les sería fiel hasta la muerte a pesar de su cobardía.
Ante el mandato de Cristo de extender el reino de Dios y de amar al prójimo como a uno mismo, el fiel laico debe aprovechar sus relaciones con los demás en su vida normal de cada día para, con su testimonio, llevar a cabo el «contagio». Ha de convivir con todos, relacionarse con todos, creando un ambiente de paz y amistad. Relaciones de familia, profesionales, sociales, deportivas, etc. Dios invita a anunciar el Evangelio en medio del mundo acercándole almas con delicadeza y respeto, con la palabra y el consejo, con la amistad y la confidencia.
La amistad es una realidad humana de gran riqueza, una forma de amor recíproco entre dos personas que desean todo el bien el uno para el otro. En un cristiano amistad y caridad forman una sola cosa. Se trata de uno de los sentimientos humanos más nobles que la gracia divina purifica. Las iniciativas apostólicas surgen de una verdadera amistad, de querer a las personas, compartiendo alegrías y sufrimientos. La amistad crece mediante el trato. Es una relación estable, firme y fiel que madura con el tiempo. La amistad es generosa y no es interesada. Hace la vida agradable a los demás respetando su libertad. «Un amigo fiel no tiene precio» (Eclo 6,15) «Nadie tiene más amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
La amistad, con la gracia de Dios, puede ser el cauce natural y divino para un apostolado hondo y capilar hecho uno a uno. Lo ha dicho el papa Francisco: «La fe se transmite por contacto de persona a persona, como la llama enciende otra llama» (Lumen Fidei, 37). De este modo el mayor fruto de la labor del conjunto de los cristianos será el que obtiene cada uno con los amigos y personas con las que se relaciona. Pero para «contagiar», para encender es necesario el fuego de una profunda vida interior basada en la oración, el sacrificio y la frecuencia de los sacramentos.