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Escribo esto en jueves, el día de la caída de la mascarilla en exteriores. No me negarán que hasta tiene trazas poéticas, como las del otoño por aquello de la caída de la hoja, inspiración desde siempre para almas de poetas trasnochados.    Hemos salido de la clausura del anonimato exterior al encuentro en tercera fase y es una lástima porque después del esfuerzo para poder reconocernos con mascarilla, gafas y gorro, ahora vamos a tener que acudir al álbum de los recuerdos para saber si la cara al descubierto es la misma que la que iba embozada. Las mujeres van a tener que empezar a gastar más en cosmética facial de nariz hacia abajo y los distribuidores de lápices de labios volverán a hacer más caja, porque ya se sabe que no hay mal que por bien no venga. Y aunque es cierto que los feos sin mascarilla parecerán más feos que con ella, también lo es que los guapos-as saldrán siempre ganando para envidia y admiración del resto. Pero ojito con pasarse, que esa medida gubernamental no ha nacido de un tratado de paz entre el Ministerio de Sanidad y el virus, que sigue latente y a la espera del listillo de turno que se crea más fuerte que él. Ahora a esperar que llegue el 25 de este mes de febrero, fecha del comienzo del carnaval. Para entonces vamos a tener que ponernos nuevamente la máscara que es la tía abuela de la mascarilla pero con otros tintes, envueltas en serpentinas y confetis para hacer ver que somos otros, aunque solo sea como imitadores de fantasmas que es lo que mejor se les da a muchos.