No somos pocos los que la pejiguera de la pandemia nos ha dejado la cabeza muy malamente, aunque de tarde en vez, se me libera el horizonte de obstáculos y puedo pensar en un feliz pretérito de cuando con plenas facultades físicas recorría las mejores zonas de fauna silvestre de la península ibérica, extasiado ante la rara oportunidad de poder encuadrar un corzo en la cruceta de mi objetivo, o un imponente macareno, el viejo jabalí que de tarde en vez conseguía cortarle el rastro muy marcado en la solana donde tenía el encame, era la inteligencia del animal salvaje y la del hombre, que a veces inocente, creía saber más que él. Aquel día iba como loco en su busca para intentar «cazarlo» con el objetivo de mi cámara, por la noche había llovido, así que sus huellas estarían marcadas en la tierra con tempero. Pero una cosa es lo que uno desea y otra muy distinta la que luego realmente pasa, porque lo primero que vi, fue un flamante Land Rover, que venía enfilado hacia mí. Conocía de oídas a las dos personas que iban en el todo terreno; el que conducía era conocido como «cabeza de hierro», lacayo para todo del señor de aquella propiedad, Don Faustino Miralrío del Señorío de Los Canes, quinto señor de la Heredad, que le venía, no sé porque favores de un rey de las Españas. Estaba pues, ante dos dinastías: los «cabeza de hierro» que habían sido lacayos de los «Miralrío» del Señorío de los Canes generación tras generación. Había oído hablar de ellos en la vieja bodega donde se reunían tempraneros cazadores y furtivos, fotógrafos de fauna, trabajadores que iban a sus peonadas, y de allí cogí conocimientos sobre esos dos personajes.
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Una tarde a setas
11/02/22 4:00
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