Ya nos íbamos mereciendo una alegría de las gordas, liberadora, entre tanta desazón pandémica y hartazgo del apocalipsis político diario. Y ha tenido que ser un deportista, ya de por sí mayúsculo, el que nos ofreciera una expiación ante el abatimiento colectivo. La épica victoria de Rafa Nadal podría acabar siendo catártica si el maldito virus tomara conciencia de que ya ha cumplido su misión histórica de sumirnos en la melancolía por los tiempos idos, y que ya es hora de retirarse a sus cuarteles de invierno. A su vez, los políticos cenizos podrían ponerse a hablar de sus «soluciones» a los problemas de los ciudadanos en vez de insultar e inventarse quiebras económicas e institucionales un día sí y otro también.
Escribo este comentario con la resaca del enésimo prodigio del tenista mallorquín, ampliamente glosado en la prensa de todo el mundo, quizás con excesivo énfasis patriotero en algunas crónicas de nuestros medios. También le ha ido bien a la causa del fair play deportivo la derrota del vocinglero tenista ruso por faltón y mal educado. Siempre es positivo que ganen los buenos chicos, los respetuosos con el rival y con el juego, y en este sentido, Rafa es un portento, a veces incluso demasiado correcto, por ponerle alguna falta. El domingo estuvo majestuoso, como su amigo Federer. Menos generoso en el elogio Djokovic, pero peor se portó este analista quien en una terraza no pudo vencer la tentación de conectarse vía móvil para ver en directo el final del partido, llegando a molestar con su euforia a un vecino grupo de comensales ingleses, nada interesados en la gesta tenística. I am sorry.
Y mientras el domingo proseguía su deriva catártica, se entablaba en las redes una furiosa controversia entre partidarios de las diferentes canciones (en cursiva, porque hoy día son más bien performances) que competían por su designación como representante española en el festival de eurovisión. Aunque el asunto me importa un pimiento, sentí curiosidad por escuchar dos de las canciones finalistas, que me parecen muy propias del mundo gaseoso en el que nos movemos, mero producto de la inagotable factoría de bodrios musicales de Miami, pura filfa, aunque la canción de la teta y su mamá tenga su gracia, aprovechada rápidamente por el feminismo militante para dar la tabarra, tratando de convertir a Rigoberta Bandini en Nuestra Señora del Empoderamiento, al decir de Sergi Pàmies en «La Vanguardia».
Solo faltaba la guinda política para coronar el pastel dominguero, y la aporta un desatado y siempre arrogante José María Aznar con su antológico discurso del «llevar a no sé a quién a no se sabe qué palacio para hacer no se sabe qué». El pobre Casado tendrá difícil recuperarse de la andanada, que suena a toque de corneta para iniciar la defenestración del actual líder del partido y subsiguiente entronización de la dama de hierro del conservadurismo hispano, Isabel Díaz Ayuso, mejor pertrechada, según el aznarismo, para descabalgar de una vez al felón Sánchez, sobre todo si le falla a Casado su arriesgada jugada de poner en el tablero a Castilla-León por mero cálculo electoral. Artur Mas hizo lo propio en Cataluña y le salió fatal, y no menos trasquilado salió Lucifer Sánchez cuando repitió elecciones para afianzar su poder y perdió votos y credibilidad al asociarse a quien no iba a dejarle dormir.
Vuelvo a la tregua nadalista para tratar de exorcizar el espanto que me produce la noticia de la muerte por congelación en una calle parisina del fotógrafo René Robert, de 84 años, tras nueve horas caído en la acera sin que ningún viandante se detuviera a socorrerle. La pregunta es obvia: ¿en qué nos estamos convirtiendo? Quizás en un archipiélago de islas ensimismadas, aunque eso sí, multiconectadas por redes de puentes virtuales que crean un simulacro de socialización pero que en realidad hacen que la deshumanización se expanda…
Pero dejemos por un día las miserias cotidianas y prolonguemos la euforia propiciada por Rafa Nadal y la esperanza por esa gripalización que asoma en el horizonte. Como decía al principio, nos merecíamos una tregua para superar un estado de ánimo demasiado tiempo deprimido, pero, a la hora de enviar este artículo a «Es Diari», veo que nuestros políticos no están por la labor y montan un esperpento en el Congreso. ¡Qué país y qué paisanaje!