No hace mucho el rector de la parroquia de la Catedral de Menorca invitó a los alumnos de diferentes colegios de Ciutadella, concertados y públicos, y a los de los dos institutos a una visita guiada a la Catedral. El objeto era exponerles una idea completa del principal templo diocesano: su historia, su estilo, la belleza de su fábrica, la razón de ser y la función del templo como tal, sus distintas partes, el presbiterio con su altar mayor, el coro presidido por la sede episcopal, las diferentes capillas, las imágenes, retablos, cuadros, la sacristía, el pequeño museo adjunto, la sala capitular.
Acudió a la cita un buen número de chicos y chicas que siguieron con gran interés la exposición del rector. Muchos no habían pisado nunca la Catedral y se mostraron intrigados por conocer lo que para ellos era una incógnita, pero una realidad que tenían ante sus propios ojos y cuyo alcance nunca habían imaginado. El rector les advirtió que podían hacer libremente todas aquellas preguntas sobre cosas que desearan saber, aclarar o comprender. Lo sorprendente del caso fue que la mayor parte de las consultas realizadas se refirieron a la imagen de un Cristo crucificado, de buen tamaño, que preside la sacristía, «¿Quién es aquél?», preguntaron. («¿Qui és aquell?», en catalán).
La pregunta en sí y otras por el estilo vienen a reflejar -decía el rector- la gran ignorancia que el nivel medio de los alumnos de la ciudad, cualquiera que sea el centro al que asistan, presenta en materia de religión y su cultura. Se trata de algo que ha ido ocurriendo progresivamente desde hace unas décadas. Una ignorancia verdaderamente preocupante, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también cultural.
Si la ignorancia es un mal que daña al hombre, su presencia en la juventud, el hombre en ciernes, constituye una carencia que amenaza gravemente su futuro y que necesariamente implica la demanda de responsabilidades dirigida hacia aquellas personas e instituciones que tienen como misión específica la formación y educación de la juventud: la familia, la Iglesia y el Estado. Los niños y los jóvenes tienen el derecho fundamental a recibir enseñanza y en su representación ese derecho primario pertenece a los padres. No pueden desentenderse de esta obligación ante un Estado que subsidiariamente regula la enseñanza y que en materia de religión debe atenerse al deseo de las familias.
El derecho a profesar una fe religiosa y en consecuencia a enseñarla a sus hijos es uno de los derechos fundamentales de la persona humana que el Estado debe amparar. Se trata de un grave error que los planes estatales de enseñanza descuiden, perjudiquen o soslayen la enseñanza de la religión, so pretexto de una mal entendida neutralidad o laicidad que, en realidad obedece más bien a la presión de determinadas ideologías. La enseñanza de la religión, en nuestro caso la cristiana, por encontrarse en la base de nuestra civilización occidental y por predicar la justicia, el amor y la paz, debería representar una gran ventaja para todo gobierno que pretenda perseguir el bien común y ser consecuente con su ser histórico.
Para la Iglesia es fundamental su obligación de enseñar, de modo especial todo lo referente a la Religión. Enseñar y bautizar para propagar la fe es la razón de su existencia. Los padres cristianos, sin desentenderse de sus obligaciones, deben confiar a la catequesis de la Iglesia una sólida formación de sus hijos y en especial la preparación de los más jóvenes para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana. La presencia en la familia de las Sagradas Escrituras, especialmente de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica debe ser esencial para una instrucción y formación constante, que dura toda la vida, como también seguir en todo momento las directrices de la Iglesia, depositaria del legado de la fe. Es fundamental que los padres lleven una vida coherente con la fe para trasmitirla a sus hijos y que estos aprendan que Cristo ofreció voluntariamente su vida en la cruz para salvarnos. Suprema lección de amor.