Es prudente y necesario endurecer el control de los vuelos procedentes de África, hoy es previsible que el Gobierno suspenda las conexiones con países de la región afectada por la nueva cepa del coronavirus, pero lo cierto es que Europa no puede blindarse ni ser una burbuja. Ómicron ya está aquí, detectada en Reino Unido, Alemania, Países Bajos, Dinamarca, Portugal, Italia, Francia, al tiempo de escribir este artículo el Hospital Gregorio Marañón notificaba el primer caso en Madrid.
Como cada vez que aparece una nueva variante del coronavirus la alarma se desata, vuelve el miedo, la amenaza para la salud y la recuperación económica, los países se encierran. Ómicron preocupa por la treintena de mutaciones que acumula respecto al virus original de Wuhan –ya la han bautizado como variante frankenstein–, y la posibilidad de que esto le permita escapar a las vacunas. Todavía es pronto, pero si fuera así, la Agencia Europea del Medicamento advierte que habrá que actualizarlas para que sigan proporcionando inmunidad. La variante ha surgido en Sudáfrica, donde la tasa de vacunación es de solo el 25 por ciento, y de ahí se ha extendido a otros países vecinos. Mientras aquí la vacuna se topa con resistencias y parte de la población que la rechaza, en otros lugares del mundo simplemente no tienen la opción de protegerse.
El Parlamento Europeo ya aprobó en junio abrir negociaciones en la Organización Mundial de Comercio para la suspensión temporal del acuerdo sobre patentes de las vacunas anti-covid, con el objetivo de aumentar su producción y el acceso a las mismas. Hay voces en contra, creen que eso desincentivará la investigación, pero lo que es evidente es que no basta con la protección de los europeos y de los países más desarrollados; como pandemia, la solución debe extenderse a todo el planeta si no queremos que la amenaza regrese una y otra vez como un boomerang, prolongando la incertidumbre y la parálisis.