Toño, un amigo ferroviario de dilatada juventud, había pasado diez días de folganza, revolcones, alcohol y playa en la isla caribeña. La historia es de dos décadas atrás, en tiempos todavía de Fidel Castro. Había facturado las maletas en el aeropuerto José Martí para retornar a casa y animado por la euforia de la juerga vivida exclamó ¡viva el cuba libre! Fue una expresión sonora en el seno de la cuadrilla que le acompañaba pero alguien más lo oyó y fue motivo para hacerle prolongar su estancia retenido ocho días más en Cuba.
Debatir aún hoy si aquel régimen trasnochado, totalitario y caricaturesco es o no dictadura resulta tan ridículo como negar que tenga leche la higuera, que diría Marco Aurelio.
Aun sabiéndolo, con Cuba mantenemos muchos vínculos sociales, culturales, económicos y de todo tipo, existe un cariño mutuo tan añejo como el ron. Se han realizado muchos viajes institucionales, recuerdo un par de delegaciones oficiales del Parlament balear y hace dos años el rey Felipe VI estuvo allí en la conmemoración del 500 aniversario de La Habana, que han servido para estrechar lazos y de paso legitimar el régimen castrista.
Sabíamos ya que era un gobierno comunista y, como tal, totalitario con la debida conexión soviética, pero al mismo tiempo nos ha parecido distinto, un hermano descarriado y bohemio, una dictadura exótica con unos líderes ridículamente ataviados siempre con el uniforme caqui del ejército. Hasta resultaban graciosos si no fuera porque tras ellos y su patética «revolución o muerte» hay once millones de personas oprimidas.
Podemos no lo condena ni reconoce la dictadura porque al fin y al cabo es su modelo de estado, la inspiración bolivariana de Chaves y Maduro, plagada, por cierto, de comisarios cubanos. Es la «nueva democracia» que propugnan, la de todos iguales y menesterosos.