El pasado marzo una imagen dio la vuelta al mundo sumido en plena pandemia, la del enorme buque portacontenedores «Ever Given» atravesado en el Canal de Suez. La conexión entre el Mediterráneo y el Mar Rojo permaneció cortada durante una semana y las pérdidas solo en el primer día se estimaron en miles de millones de dólares debido a los cargueros que esperaban para atravesarlo. Fue el primer aviso serio de la fragilidad de la cadena de suministros, con la interconexión de sucesos aparentemente lejanos, y de nuestra dependencia.
El parón en la distribución desde Asia por el coronavirus; la reactivación global de la demanda después; el atasco en los puertos orientales por brotes de covid –colas que no se resuelven en horas o semanas sino en meses–; la retención de producto británico por las dificultades derivadas del brexit; y la especulación con materiales y medios de transporte, con precios por traer un contenedor que se han encarecido un 600 por ciento o más, han provocado una tormenta perfecta por la que ahora toca navegar. Son los propios comerciantes, constructores e industriales menorquines quienes alertan del encarecimiento de las materias primas, del desajuste que eso provoca en presupuestos, y de las tensiones logísticas que les preocupan de cara a llenar sus estanterías en fechas clave como la Navidad. Problemas de suministro y subidas de precios que repercutirán, o ya lo están haciendo, en los precios finales al consumidor.
Hay empresas europeas que ahora tratan a la desesperada de contar con proveedores más cercanos, y es que esta situación es el resultado de muchos años de hacer justo lo contrario, deslocalizar la producción y desmantelar industria en busca de la mano de obra más barata. Pensando que las bondades de la globalización no tenían límite y que la movilidad era infinita hasta que un virus la torpedeó. Con lo peor de la pandemia se vio que había que fabricar mascarillas y respiradores en casa, tal vez ha llegado la hora de relocalizar.