El PP ha montado un espectáculo en forma de convención para dar a conocer el perfil que presentará para dirigir un día, si llega, el gobierno de la nación. El paseíllo acabó, natural, en una plaza de toros, donde la ovación general está garantizada incluso sin faena.
Faltan dos años para el paseíllo y la faena de verdad, pero los estrategas, que han leído mal las lecciones de Pericles, habrán pensado que el chico necesita ganar mucho en autoestima.
La política se construye hoy entre el teatro y la mercadotecnia, importa más la interpretación que el guion y se ha preparado una puesta en escena con viejos actores, esos que como los rockeros nunca mueren por más que el tiempo tiende a echar de la memoria y aparcarlos en el olvido.
Desde el primer día, Pablo Casado me ha parecido la versión de Zapatero en la derecha, no se les conoce trabajo previo a la política, es como José Luis, un producto endogámico de ese oficio tan decisivo para la vida de las personas y un motivo más del desprestigio en el que ha caído.
Han intentado revestirlo del carisma del que adolece, le exhiben para tapar la fuerza emergente, consolidada a estas alturas, de la mujer que desde el bastión de Madrid ha mandado a casa a un bocazas y ha puesto a temblar al jefe del gobierno que, lejos de arreglar la escalada de precios de la electricidad, sigue colocando a amigos en los puestos de poder de las eléctricas.
El líder es hoy, en la sociedad de la imagen, el factor más determinante en los procesos electorales. Y esa vieja amiga, a la que vapulean sin tregua desde el otro frente, tiene más madera de eso, de líder. Pero el PP, como el PSOE, son estructuras rígidas y jerárquicas, aunque en el segundo caso se maquilla con una selección interna, las primarias que llaman. Si los populares importaran la idea, dado el gusto por votar más por la persona que por las ideas, se llevarían un susto.