Qué bueno que volvamos a tener en el centro del debate la masificación, sus causas y sus consecuencias. En cierto modo es como un regreso a la vieja normalidad. Las opiniones en torno a la rabiosa actualidad por la llegada de miles de turistas y el efecto presente y futuro que pueden causar en la Isla aparca momentáneamente al omnipresente coronavirus, a la vacunación y a sus detractores, o cuanto menos, los deja en un segundo plano. Ya era hora, bendito agosto.
Hay mucha gente en Menorca. No se trata solo de la sensación sino de la percepción real que ofrece un paseo al atardecer por Maó, Ciutadella o cualquier otro rincón con encanto de la Isla. La carretera general es otra vez una serpiente multicolor que repta lentamente entre las dos principales ciudades. El resto de incomodidades derivadas del mes y medio en el que Menorca pasa a ser el paraíso deseado y compartido por los que llegan no difiere en exceso al de los años previos a la crisis. Si acaso, consolida la idea que se tiene fuera de que la Isla es cara -algunos restauradores parecen pretender recuperar en 30 días lo que no ingresaron en un año- y abundan los desfiles de hombres con bermudas de más de 100 euros y mujeres con vestidos que cuadruplican el de los pantalones cortos de ellos.
El turista del todo incluido ha dado paso al que busca la puesta de sol pero también la caldereta y las abarcas, por muy caras que se hayan puesto. Felices aquellos de alto poder adquisitivo que viajan sin mirar la cartera. Sí, muchos de ellos coinciden este verano en Menorca, también en la obligada visita a la exposición de Mark Bradford que supone una deliciosa excursión a la Illa del Rei para ver lo que era este islote abandonado y en lo que se ha convertido gracias al trabajo de los voluntarios en el antiguo hospital y a la nueva galería de Hauser & Wirth. Disfrutemos del agosto y no nos quejemos tanto.