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Recuerdo que fue un día después de la luctuosa efeméride de la muerte del torero Joselito en Talavera de la Reina de la que aquellos días se cumplían los 90 años, que se dice pronto. Yo había ido a pasar unos días al Parque Nacional de Doñana. María se quedaba en el hotel Flamingo de Matalascañas donde hemos ido unos 15 años seguidos. Con las primeras luces del alba yo solía estar ya en alguna de las lagunillas del acebuche, centro neurálgico del Parque Nacional. A veces algún perrejo de un guarda madrugador me ladraba desgañitándose. Si la noche había tenido agua el monte olía a mojado aunque bastaba una niebla meona para que el herbazal desprendiera ese olor tan peculiar a hierba seca y mojada. No era la mejor situación para cortar los olores del monte; que en otras ocasiones me ha llegado nítido el pestazo a jabalí cuando ha coincidido pasar cerca de una piara de estos suidos. Por cierto, nunca estuve de acuerdo con los cazadores de montería cuando les nombran como «guarros» pues para mí tengo que el jabalí es un animal sumamente limpio. Lo primero que el jabalí hace al dejar su encame será aliviarse el vientre y lo hace a unos metros de donde pasó la noche. Y como hacen los conejos que forman un cagarrutero, el jabalí tiene también su zona. Luego irá a beber agua, él sabe dónde encontrarla. Después a desayunar bellotas, castañas… si la zona las tiene. Y si no, buscará incluso levantando piedras bastante grandes, pues sabe que debajo podrá encontrar una rata, unos caracoles, gazapos y en Doñana tampoco será raro encontrar alguna serpiente, incluso alguna víbora que se comerá sin contemplaciones. La toxicidad del ofidio no será suficiente para causarle ningún quebranto. He visto docenas de veces en los humedales de Doñana cómo los jabalines arrancan el rizoma de la enea y se la comen.

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Adentrarse por donde cazaba Alfonso XIII, el conde duque de Olivares, los duques de Medina Sidonia, en puridad, lo más florido desde los tiempos de Felipe II, no es un ejercicio banal. La zona rezuma historia. Eran otros tiempos de cuando aquellos parajes de bosque y marisma estaban custodiados por la caña de la enea. La zona tenía manada de lobos; en la actualidad no queda ni un lobo. Los han exterminado a todos, como casi ha pasado con el lince por más que ahora cuesta muchos millones de euros mantenerlos. No falta cuando era una comida típica de la gastronomía onubense que guisaban el lince con tomate; que digo yo que manda narices comerse nuestro único felino con tomate. En puridad, un gran gato cuyas magras rebozaban con tomates. Los ayuntamientos de la zona pagaban buenos dineros a quien se presentaban con una piel de lince y en el museo se la caza de Riofrío, Segovia, hay en una sala las armas de caza de los reyes Alfonso XII y Alfonso XIII en una vitrina. Y en las regias paredes trofeos de varios linces disecados. Sí, ya sé que eran otros tiempos, pero el lince era el mismo, solo que si lo mataba un «nota» era obra de un furtivo, si le pegaba un tiro una testa coronada era la hombrada que se ponderaba en los corrillos de la nobleza. La historia siempre se ha escrito así de torticera. Como aquel que mata a un paisano del pueblo de al lado que automáticamente recibirá la acusación de asesino pero si alguien, un suponer, mata a 30 personas en una acción de guerra, se le considerará un héroe. Cosas de esta puñetera manera de conseguir que no siempre dos y dos sean cuatro.   

La mayor mortandad de linces en Doñana y alrededores no es solo obra de furtivos aunque eso no quita que algún malnacido algún día ponga un cepo, un lazo o simplemente le suelte un tiro a un lince. La mayor mortandad, sin embargo, se debe a la circulación, a los atropellos cuando los linces cruzan las carreteras, donde los coches no respetan la reducción de velocidad que les marca tráfico y así ha habido años que han muerto más de 40 linces.