El caso más curioso en el curso de mi vida aconteció este mes de julio, exactamente medio siglo atrás, cuando decidí con sólo 25 años acabar con mi profesión de jugador de fútbol por problemas físicos que me impedían rendir con normalidad en un terreno de juego. Había regresado a la isla y estaba rumiando sobre mi futuro,… que precisamente no tenía muy buen cariz.
Entré a última hora de la tarde de un viernes en el mítico bar «Sa Clau» del puerto de Ciutadella. Se encontraba presente en una de las mesas mi amigo José María Mayans, fabricante de calzado, flanqueado por dos clientes extranjeros. Me emplacé a requerimiento suyo con ellos, necesitados como estaban de entendimiento por sus distintos idiomas.
Uno de los clientes era italiano, el otro belga, francófono. El diálogo se desarrollaba en una jerga mixta moteada de vocablos ingleses hasta que, al rato, ante la apatía del belga, algo taciturno, quizá abatido por una dilatada jornada laboral, nos desentendimos de él y empezamos a conversar únicamente en la lengua de Garibaldi.
Enzo procedía de Roma y frisaba los cuarenta años. Desconocía por estar muy atareado, con sus tiendas y sus fábricas de calzado, muchas frivolidades de su país, conocidas por mí a través de las revistas que solía frecuentar para perfeccionar mis estudios del idioma italiano. Le cautivaron también mis conocimientos sobre la cinematografía, la moda, la literatura y la música transalpina. Naturalmente tales afectos por su país despertaron los suyos por mi persona. Imagine usted que traba conocimiento en un país extranjero con un nativo que domina irreprochablemente el castellano y conoce al dedillo todos los dimes y diretes españoles, ¿no gozaría acaso de su apego? Por otra parte mi pasado de modelista de calzado también me aproximaba a su centro vital. Resultó igualmente determinante para comprender la proposición que me hizo al levantarme de la mesa y despedirme del grupo, el hecho de que yo dominase varios idiomas y buscase acomodo laboral.
- Vuoi venire a lavorare con me in Italia- soltó, nada menos.
Permanecí unos instantes, perplejo, reflexivo. Entreví que la oferta era asombrosamente formal. No se trataba de ahora te dije digo y mañana te digo diego, se trataba de palabras mayores que yo debía reducir a menores en cuestión de segundos. Tanteé vertiginosamente la posibilidad de una homosexualidad recóndita..., sí, sí, una posible homosexualidad para no sufrir un fiasco y viajar en balde. En el curso de una hora tal oferta era pues cuando menos sospechosa. Parecía, sin embargo, no haber extrañezas en tan inesperada proposición. Aquel joven hombre estaba claramente emplazado en el otro extremo de cualquier inversión. Por lo demás su carácter se entreveía apacible y risueño. Seguramente, deduje, ha percibido en mí dotes para ocupar un lugar en el organigrama de su empresa. Fue todo cuanto rumié. Ni siquiera pasó por mi imaginación indagar mis funciones ni ninguno de los innumerables pormenores involucrados en tan imprevista oferta como dinero, cargo, vivienda, horario, etc. El dato sustantivo, primordial, consistía en que ésta era la más sugestiva de todas las que me hubieran podido proponer y no quería trabarla... Además, ¿qué me deparaba el futuro?... Percibí de tal modo la situación que de desdecirse, de revocar la oferta, igualmente hubiera emigrado a Italia, una posibilidad por cierto sopesada anteriormente en mis deliberaciones.
- ¿Cuándo vai via? - pregunté tan solo.
- Domani.
- Va bene, agiusto il passaporto e vengo- añadí, sin más, resuelto.
Un apretón de manos, convertido en abrazo por empatía -determinante asimismo en la alianza-, selló la despedida.
Diez días después, acompañado por José María Mayans que debía viajar también a Italia, recorría con mi vehículo la Costa Azul, La Riviera, La Liguria, la Toscana y, vadeando el Lacio, llegamos a Roma.
José María arregló sus asuntos y regresó a la isla y yo vendí durante un año zapatos italianos en Europa.