Como casi la totalidad de las personas yo era escéptico respecto a los horóscopos, sin embargo, cincuenta años atrás, dos hechos simultáneos me promovieron gran curiosidad y me imbuí en ellos durante algún tiempo.
El primero aconteció en la terraza de un bar, sito en una avenida del mundo donde una mañana holgaba meditabundo.
- ¿Estás pensativo, Aries?- me soltó de pronto una pasante, desconocida, con una indumentaria que sugería el perfil de una brujilla veterana.
La miré asombrado, no sabía si su inspiración provenía del conocimiento, del cannabis, de la Diosa fortuna o de un compendio de todos ellos; finalmente como cualquier profano di el acierto de mi signo como consecuencia del azar.
Apenas unos días después, en una reunión social, cierto individuo profetizaba con una infalibilidad sorprendente el signo a cada uno de los presentes, sin preguntas, sin interpelaciones, sólo escrutando el semblante no más de diez segundos. Cuando fijó su vista en mi rostro, anunció impasible el mío. Y no me sorprendió que lo acertara, no,… si no que lo supiera. ¡Sí, si, por su insultante seguridad lo sabía! ¡¿Y cómo demonios lo sabía?! Porque no se trataba de uno de los tantos trucos que encubre un ilusionista ni tampoco dispuso nunca de mis señas de identidad, no, él sabía indiscutiblemente, pero indiscutiblemente, lo que llevaba entre las manos. Y no era desde luego cualquier cosa. Se trataba nada menos de uno de los planos técnicos de la construcción del hombre concebidos por Dios en la Creación. ¡Aquel individuo estaba en verdad asentado en la mismísima cúspide del Universo!
Me explicaría él mismo que difícilmente se puede desvelar el signo zodiacal de una persona observando su carácter o sus actos -por estar integrado en un mejunje compuesto por distintas fuerzas interiores, entremetidas a lo largo de la vida, de las cuales el horóscopo es una de ellas-, solo se puede saber, avisó, sonsacando un estigma común que poseen todos los del mismo signo repujado en el rostro, lo mismo que se puede atisbar a una persona judía por las pinceladas étnicas, delineadas en su faz.
Ante tal evidencia decidí probar suerte y centré mi atención en rostros de mujeres del signo Géminis.
Tras haber escrutado a una docena conseguí vislumbrar en todos ellos hados comunes. Las comisuras de los labios por ejemplo se escoraban hacia arriba como un gajo de luna sonriente de manera sutil, a veces imperceptible, pero sin duda una de las marcas por las que aquel individuo predecía el horóscopo con certeza, en fin, ante mi estupefacción la esencia universal aparecía cada vez con más claridad en los semblantes de las mujeres de este signo.
Una tarde vislumbré en un establecimiento a una pareja cincuentona. En el rostro de ella rezumaban estrellitas de junio. Estuve observándola detenidamente para cerciorarme, para reasegurarme, de que no andaba equivocado. Una vez tuve la certitud de que no erraba y con el fin de no obsesionarme con tan virtual asunto me dije:
«¿Le pregunto? ...Vale, pero, tanto si acierto como si no, abandono este co-me-co-cos...pa-ra si-em-pre.»
Me dirigí hacia ella y tras obtener su permiso le solté:
- Señora, ¿me podría decir su signo zodiacal?
- …Géminis- certificó.
Una descarga de grado sobrenatural estremeció mi alma al comprobar que la astronomía era una huella clara y diáfana de la Creación, una filigrana más, equidistante con las del cuerpo o la masa cerebral, filigranas también donde las haya, conformando nuestro prodigioso mecanismo, físico, psíquico y metafísico, en el que estamos asentados y que demuestra, junto a otras innumerables huellas, tan evidentes como ésta, que el Universo nos afilia, nos empadrona, que no somos sólo ciudadanos terrenales sino también universales, que el sentimiento no está vacío en el instante de nuestro nacimiento sino repleto de propiedades siderales, dando la razón a Platón en detrimento de Aristóteles, que suponía lo contrario como vimos en el artículo anterior… y que debería por lo tanto presentar su dimisión como filósofo, si no él por estar ya en el otro mundo, sus adictos, empiristas, por ineptos, por errar tantos siglos, uno detrás de otro, pues la vivencia que acabo de relatar demuestra categóricamente que, al nacer, nuestro sentimiento no está vacío si no que contiene semillas del Universo, seguramente para que fructifiquen a través de nuestros actos,… ¿para qué, sino?