Sentí un inicial aprecio, simple y sin más fundamento que el del paisanaje, por la ministra de Exteriores, una cartera clave en todo gobierno y en el actual más importante, por ejemplo, que las de Consumo o Igualdad. Mantenía cierto nivel sobre todo si se la compara con Iceta, pero ha caído como todos en el maniqueísmo que todo lo enloda y pone perdido.
Entró al barro que han formado las babas que fluyen contra Ayuso y se manchó. Dijo en el Congreso, en un excelente ejemplo de cómo convertir un error propio en arma arrojadiza contra el adversario, que la culpa de que los británicos nos señalicen con semáforo ámbar es de la presidenta madrileña, por eso del libertinaje tabernario. Le molesta a González Laya «una comunidad autónoma con una presidenta a la cabeza que dice que lo que importa es la libertad, irse de cañas, a los toros, que lo que importa es la movilidad cuando le dé la gana y donde le dé la gana».
Recuerdo a la presidenta de otra comunidad autónoma, la balear, pidiendo gestiones a la diplomacia española, es decir, a la ministra, para que la valoración británica se realice por territorios para aprovechar la ventaja de unas islas más saneadas. Incluso, desde Menorca se ha pedido que el semáforo distinga entre territorios del mismo archipiélago con la esperanza de que la ministra de Exteriores colabore en la tarea, pues a ella está encomendada la gestión diplomática.
No hay noticia de las gestiones realizadas, sí de los resultados, que han sido nulos y retrasan la temporada del turismo británico hasta, por lo menos, mediados de junio. El año pasado tampoco se lograron ni corredores seguros ni diferenciación para Menorca en un mercado del que depende más de la mitad de la economía turística.
La crítica rabiosa contra la presidenta madrileña ya no sirve para desviar la atención sobre las obligaciones de la ministra.