Aristóteles afirmó que al nacer el sentimiento está vacío y a medida que crecemos lo vamos rellenando por medio de los sentidos, las vivencias y las bases cívicas instituidas por la humanidad en el curso de los siglos, resumidas en la regla de oro, que dice: lo que no quieras para ti no lo quieras para los demás. Platón dedujo en cambio que al inhalar la primera bocanada de aire el Universo nos estampilla el espíritu, la esencia cósmica del bien y el mal o el bien hacer y el mal hacer, que viene a ser la regla de oro con otras moralidades -obviadas por las bases sociales- que no suelen dañar directamente al prójimo sino, como diría Kant, a uno mismo. Esta dicotomía divide a la humanidad en dos bandos, matiz interesante donde los haya y razón por la que les estoy dando la lata.
Uno de los dos claramente erró. O el maestro Platón o su alumno Aristóteles.
Como el plan del alumno es tan simple como la unidad, vamos a husmear en la complejidad del platónico en aras de sonsacar la verdad, a la que aspiramos conocer todos,… incluso los que dicen que son papanatas otro plan que no sea el de Aristóteles.
Según la versión de Platón, en los dos primeros tercios de vida, el ser humano atiborra efectivamente el sentimiento con las primicias, las revelaciones, las necesidades, asuntos todos ellos psicológicamente perentorios, apartando al espíritu, arrinconándolo, en aras como es lógico y natural de darles cumplimiento. En estas etapas, definidas por Kierkegaard como la fase estética y la fase ética, el sentimiento es claramente terrenal y el espíritu resuena lejano cual contrabajo en una orquesta musical.
Pero, en el último tercio, una vez se ha dado respuesta a los interrogantes, vacío el sentimiento, los acordes del espíritu, del contrabajo, resuenan nítidamente, inquietando al individuo o al menos molestando su persistente y latosa gravedad,… es justamente el instante en el que se da inicio a la conclusiva fase religiosa, absolutamente intima, existencialista, citada asimismo por Kierkegaard.
Suele suceder entonces que el pensamiento escucha el silencio, lenguaje estricto del sentimiento, para conocer las alegaciones del espíritu –ahora su único inquilino, asimismo sigiloso- y poder convivir con él en armonía, llegándose normalmente a un entente, lo que modifica las costumbres de uno, si bien abre nuevas e ilusionantes perspectivas, ¡qué remedio!… Pero también sucede que por estar el pensamiento al mando de nuestra alma no le quiere escuchar, arrinconándolo otra vez, una decisión a todas luces arbitraria, por la escisión de uno de sus principales integrantes, un desacuerdo que lleva a jugar a dos bandas, con anversos y reversos, obviando la concordia en los tejemanejes de nuestro yo.
En resumidas cuentas, aunque mande en nuestra alma el pensamiento se debe contentar al sentimiento para vivir en paz y en armonía las veinticuatro horas de cada día durante la última fase de la existencia.