Una mirada a la historia nos muestra ejemplos a la izquierda y a la derecha personajes que se han creído enviados por la providencia para liderar revoluciones, creían tener algo de nuevos mesías. El espíritu imperial de Napoleón o el comunismo asesino de Lenin son, por no ir muy atrás, dos modelos de esa personalidad totalitaria que aparenta descendencia divina para crear un mundo nuevo.
En el muestrario también aparece Hitler y algunos sanguinarios tontos del bote que todavía hoy encarnan ese papel de ídolos sostenidos solo por la fuerza de las armas cuya revolución no es otra que arruinar la vida de millones de personas.
La trayectoria que exhibe, y sobre todo su último movimiento para luchar por la presidencia de Madrid, encamina a Pablo Iglesias hacia ese elenco de la fama. Su misión, ha dicho, es servir de parapeto a la ultraderecha, la posición que más sube en las encuestas, quizá porque el propio jefe de Podemos alimenta la huida de votos hacia ese espacio.
El argumento es pobre y simple, la ultraderecha es mala en sí misma, dice desde la voz profunda de la extrema izquierda, destruir primero para levantar un mundo nuevo después es parte de sus premisas políticas. Se ha comprobado en la última espiral de violencia que ha recorrido Barcelona, animada por el portavoz podemita y por sus socios nacionalistas colaboradores en el mismo objetivo.
Pero en la apuesta hay una parte atractiva, el pulso sin precedentes en la lucha por el poder regional. Se enfrenta el líder nacional más desacreditado -le han llamado vago desde varios frentes-, con la líder regional que políticamente más ha crecido y cuya personalidad probablemente ganaría hoy al propio Pablo Casado en unas primarias para elegir candidato a la presidencia del Gobierno. Son buenos motivos para importar la tradición británica de las apuestas.