"¡Se sienten, coño!" son las frases de aquella astracanada del 23-F, un intento de golpe de estado del siglo XX ambientado en el XIX en el que su pieza más visible era un guardia civil de grandes mostachos y tricornio, auténtica bufonada que no mereció resistencia civil alguna. Los únicos que pasaron algo de miedo fueron quienes vieron tanques por las calles de Valencia y sus señorías, humilladas en los escaños, con la honrosa excepción de Suárez y Gutiérrez Mellado.
Habría que contextualizar el momento del terrorismo galopante y los problemas de entendimiento de los partidos políticos en una democracia balbuciente para aproximarse a un intento de comprensión de la chusca intentona, que sea como fuere no tendría más recorrido que el de una luna. Las versiones sobre lo ocurrido han sido después libres y diversas, pero no hubo héroe alguno, que nadie se engañe, y mucho menos aquellos, nacionalistas o no, que reniegan de la constitución que se salvó en aquel momento y gracias a la cual hoy son actores del ruedo político.
El rey de ahora aprovechó la conmemoración ayer en el Congreso de ese hito de la historia, que ni siquiera se enseña en las escuelas -o si se explica lo jóvenes no lo han aprendido-, para redimir al de entonces, su padre, a quien adjudica un papel clave en el fracaso de la chirigota. Si alguna duda queda de aquellas horas de incertidumbre es precisamente el papel del Rey. Tejero pervirtió la tribuna del Congreso a las 18.24 h y la respuesta de don Juan Carlos ante una nación expectante no llegó hasta la una de la madrugada, casi siete horas después.
Esa demora generó dudas. Dado que los chapuceros del asalto al orden dejaron entre muchos cabos sueltos los medios de comunicación, su respuesta debió ser inmediata y posiblemente vestido de civil para evitar la intriga, que sigue dando juego.