Si alguno de los amables lectores de esta columna ha notado cuánto tiempo llevo sin comunicar mis discutibles ocurrencias a través de este canal que tan gentilmente me proporciona Es Diari, les agradezco en primer lugar la atención y les expongo en segundo término la razón que justifica tan prolongado silencio, que no es otra que lo que tengo que decir coincide milimétricamente con lo que nadie quiere oír, esto es: Estamos domesticados.
Algo me dice que haría bien en permanecer con la boca cerrada, pero, de la misma manera que uno se acaba rascando la cicatriz aunque sea contraproducente, yo procuro paliar la comezón que me ronda la cabeza, en la esperanza de que perdonen mi atrevimiento y disculpen el estilo barroco en que me gusta expresar las bobadas (si se quiere) que se me van ocurriendo.
De la misma forma que un caballo menorquín sufre una doma distinta a uno andaluz, a un potro en la Pampa argentina, o al mustang en rancho tejano, así nosotros somos domados de manera diversa según fecha y lugar de nacimiento.
Si mis padres, durante la triste posguerra, se hubieran trasladado a buscarse la vida a Alemania en vez de quedarse en Madrid a luchar contra los elementos, yo habría sido objeto de una doma distinta. Por poner un ejemplo: de entre los múltiples aspectos de la domesticación humana, en el referido a las creencias religiosas, podríamos asegurar que, quizás si no yo mismo, mis hijos con toda probabilidad, hubieran sido imbuidos de la fe protestante, habrían aprendido a interpretar la Biblia de una manera bien distinta a la que lo hubiesen hecho de haber sido adoctrinados en Dublin o en Atenas, verbi gracia. Desde luego si mis criaturas hubieran nacido en Marruecos o en Tel Aviv la cosa cambiaría todavía mucho más.
Ahora bien, tanto católicos, protestantes, ortodoxos y judíos como musulmanes, beben de un texto común (con leves variaciones en cuanto a los libros aceptados o no como canónicos o apócrifos); un texto traducido de otras traducciones, interpretado a la carta y escrito no sabemos por quién, copiadas muchas de sus escenas míticas de otras fuentes anteriores, sumerias , egipcias, hindúes... El caso es que a pesar de la incertidumbre sobre las conclusiones que se puedan sacar de esos textos, durante siglos las gentes se han matado dócilmente por ello.
Otro ejemplo: el arte. Hemos sido entrenados a dar por seguro que Joan Miró es un gran artista, y nos plantamos en los museos ante sus obras radicalmente insulsas y primarias sin atrevernos a decir de verdad lo que pensamos. Hemos sido domesticados en la disciplina de no cuestionar a artistas que están en los museos y cuya obra cuesta un dineral. Tenemos miedo a que se nos tache de ignorantes: no entiendes la obra de este genio. Pues yo creo entender lo suficiente para diagnosticar que es anodina e insulsa, tanto como sus primeras obras figurativas, carentes de todo asomo de belleza. Y quien dice Miró dice Yoko Ono, o esas miles de instalaciones y chorradas expuestas en museos de todo el mundo y que son una tomadura de pelo manifiesta pero indiscutida (hay que oír las pretenciosas y retorcidas vacuidades de tanto crítico de arte explicando penosamente lo inane).
Y qué decir de la doma política. La industria política vive de maravilla a costa nuestra sin que acabemos de animarnos a dejar de contribuir a su florecimiento. Charlatanes a modo de comisarios de una gran performance nos convencen de lo increíble una y otra vez (la hemeroteca no debilita la fe del creyente). Nuestra ignorancia sobre lo que sucede tras las cortinas del set de grabación de la propaganda partidista es inconmensurable y sin embargo estamos dispuestos a pelear por ello con tanta diligencia como lo hacían los cruzados urgidos por arengas papales.
Somos cómplices de lo que nos sucede. Nuestra doma persigue que apoyemos ciegamente a quienes, investidos de la autoridad que otorga la propaganda, nos toman el pelo a placer. Hemos sido domesticados para comulgar con ruedas de molino.
Y lo hacemos de maravilla. Aceptamos a Miró como animal de compañía y votamos al Pinocho de turno las veces que haga falta.