Como escribió Jorge Ramos, el cambio de año no significa absolutamente nada, pero este 31 de diciembre acoge un deseo tan vehemente como ansiado: que el durísimo 2020 acabe ya.
Queremos despedirlo para siempre, con su abultado cargamento de tantas personas que han fallecido amigos y compañeros a los que nos hemos visto obligados a recordar en obituarios redactados demasiado pronto. Ha sido un año maldito y endiablado, por un enemigo invisible, mortífero y taimado que lo está golpeando todo y desestabiliza nuestras vidas y economías destruye ilusiones, proyectos y puestos de trabajo, provoca incertidumbre, dolor y frustración. Hemos resistido pero aún no hemos logrado vencer a la pandemia.
Nueve meses después confiamos en unas vacunas que empiezan a inyectarse pero desconocemos cuándo se alcanzará un porcentaje de población inmunizada que permita reanudar una normalidad que nunca volverá a ser la misma. Porque durante muchos meses seguiremos circulando -siempre lo menos posible-, con restricciones y horarios que cambian cada semana, la mascarilla siempre puesta y el distanciamiento.
Después del confinamiento fue un error abrir puertos y aeropuertos sin la vacuna. Y aquí somos una isla que podía haber convertido su condición insular en una garantía de seguridad. Equivocaciones que, con la irresponsabilidad alentada por quienes nos animaron a recuperar un ritmo imposible, nos han conducido a los rebrotes y a la veloz propagación de los contagios, de nuevo desbocados.
Arrancamos la última hoja del calendario de un año que aparecerá marcado en negro e iniciamos un 2021 que deseamos más amable y con buenas noticias. Conscientes de extrema fragilidad de nuestra condición humana y desgarrados por un adversario microscópico que no ha logrado derrotarnos. Empieza el año en el que lograremos ganar la batalla del coronavirus.
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