Una característica humana fundamental es la necesidad y capacidad de dar sentido a las cosas. Y, por supuesto, a la propia vida. Una vida sin sentido es insoportable. Es conocido el libro de Víktor Frankl: «El hombre en busca de sentido». «El hombre no necesita realmente vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta o una misión que le merezca la pena». Dicho por alguien que sobrevivió a un campo de exterminio nazi.
El sentido que le damos a un cuadro, un acontecimiento histórico, una mirada o un trabajo, puede variar de unas personas a otras. Uno contempla «Las Meninas» y no le dice nada, o escucha una sinfonía y se aburre, mientras otro disfruta lo indecible con las mismas obras. Lo mismo pasa con la Navidad. Vemos que su sentido original puede haberse olvidado con el paso de los siglos, incluso entre algunos creyentes. Otros lo limitan a un evento comercial. O unas vacaciones con las que despedir el año de la pandemia y darle la esperanzada bienvenida al año de la vacuna.
Nuestro trabajo es nadar en el caos y procurar salir a flote. La tabla de salvación que nos acerca a tierra firme se llama sentido. La herramienta que utilizamos para ello es el lenguaje. Por eso, la narración nos configura. Somos lo que nos cuentan, nos contamos y contamos a otros. Estamos inmersos en una guerra de narraciones y significados variopintos. Pocos resisten a las narraciones del poder y permanecen fieles a su propia historia.