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A lo largo del año y sobre todo en el entorno del día de autos, aparecen los reproches a la Constitución como responsable de los problemas que padece la política de hoy. Suena más a excusa, a constructo siempre a mano que a realidad.

Unos la agitan como fantasma y otros la besan como símbolo sagrado. Dos tercios de la población actual no la votaron y esa es, según parece, razón para ignorarla, despreciarla o ironizar sobre su contenido.

Citan un artículo que no les gusta, otro que ha quedado desfasado o incluso alguno mismamente inconstitucional o contradictorio de su contenido. Es cierto, pero es como criticar una casa porque el portal tiene una grieta. Más importante es la estructura interior y el confort que proporciona, es decir, la declaración de derechos y libertades.

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La Constitución resulta hasta divertida porque ha permitido el nacimiento y llegada al poder de partidos que reniegan de ella. Los partidos nacionalistas, con amplia representación institucional, porque quieren la escisión del estado del que forman parte y otros, Podemos ahora en el Gobierno, porque lleva en sus entrañas la misión de cargarse el espíritu del 78.

La Carta Magna les ha facilitado el arribo al poder regional o nacional pero les ha atrapado en los principios de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político que deben cumplir. Y en la necesidad de un pacto de muchos, de casi todos, para modificar las reglas de juego que contiene. Resulta tremendamente injusto culpar a su articulado de la incapacidad de entendimiento de los políticos de hoy, causa única de los principios o carencias que le imputan.

No es responsable de la falta de respuesta a las demandas sociales ni de la crisis actual ni de los anteriores ni de que los gobernantes sean torpes y desbarren al aplicar la mejor política en cada momento. La han convertido en un salpicadero ajeno y común de las vergüenzas propias.