La reapertura del debate sobre los hechos y consecuencias de la Guerra Civil, a partir de la aplicación de la ley de memoria histórica, tiene un componente de justicia plausible, claro que sí, pero también incluye otro de riesgo y uno más que puede acarrear decepción y tristeza.
Evocar el pasado desde posiciones extremas agita sentimientos e incide en la bipolarización del país, cada vez más acusada de un tiempo a esta parte en el Congreso. Reavivar el enfrentamiento e involucrar en las diferencias ancestrales, superadas por la amplísima mayoría de españoles, a las nuevas generaciones no es un buen negocio.
«Se la han colado», le dijo socarronamente el conseller del Partido Popular, Carlos Salgado, a la presidenta del Consell, Susana Mora, en el último pleno. El acerado comentario del político de la oposición respondía a su sorpresa porque la mandataria se hubiese prestado a acudir al homenaje a cuatro republicanos condenados a muerte por el franquismo. Los cuatro están relacionados directamente con los fusilamientos del «Atlante» a víctimas del bando nacional, lo que provocó la reacción contraria de familiares de aquel trágico suceso de la contienda nacional en la Isla.
La memoria histórica pretende recuperar la dignidad de tantos asesinados antes, durante y después de la guerra española, y es justo que lo sea. Pero a esa memoria histórica la puede cargar el diablo si se acaba enalteciendo a quienes también cometieron atrocidades, independientemente del bando en el que pelearan.
Dice el gobierno de la nación que pasemos página, que normalicemos la presencia de Bildu en las negociaciones del Estado porque ETA dejó de matar hace solo 10 años, cuando esta formación es su apéndice político y hoy alimenta homenajes a etarras asesinos que salen de la cárcel. La Guerra Civil acabó en el 39, aunque la represión continuó durante décadas, y hace 45 años que murió Franco. Es la diferencia.