El 21 de junio finalizó el primer estado de alarma, que permitió el confinamiento duro de toda la población española. Durante ese tiempo no quedó otro remedio que hacerse con claves y más claves digitales para hacer cualquier papeleo, desde empadronamientos a solicitudes de prestaciones o pedir un documento al Registro de la Propiedad. Todo a través del ordenador, con la enorme desventaja que eso supone para muchísimas personas, especialmente las más mayores, también las que no disponen de medios en sus hogares, para quienes la brecha tecnológica se ha convertido ya en un obstáculo cuando no en una causa de exclusión.
No quedará nadie atrás, nos repetían. Que se lo digan ahora a quienes, ilusos, acuden a las puertas de las oficinas de la Seguridad Social a tramitar una jubilación, una incapacidad laboral, una pensión de viudedad u orfandad, o a aclarar incidencias relacionadas con sus cotizaciones que les pueden costar su asistencia sanitaria. Desde que pasó el tiempo en el que, resignados, aceptamos que todo debía hacerse a distancia a causa de la pandemia, han sucedido muchas cosas. Entre ellas los niños y sus profesores han vuelto con mascarillas a las escuelas, las empresas y autónomos trabajan si les dejan, en las ciudades se toma el metro y el autobús. Pero nadie nos ha explicado aún los motivos por los que no se puede acudir, con las debidas medidas de protección, a todas esas oficinas públicas, en las que se tramitan cuestiones vitales para la supervivencia de muchas familias y que financiamos con nuestros impuestos.
Siguen cerradas a cal y canto, escasas de personal, inexpugnables si no es con una cita previa que despachan con un «lo sentimos, no existe disponibilidad para los próximos días» en la página web. Y así sumando semanas, por nuestro propio bien, por nuestra salud, se nos niega la atención por la que pagamos. La Administración electrónica debe facilitar las cosas, no complicarlas.