Venga, lo digo nada más empezar, bailo rematadamente mal, el ritmo, el compás y la coordinación motora brillan por su ausencia. Cuando me animo a mover el cuerpo con alguna canción lo que se puede observar es a un señor canoso de gruesas gafas realizando gestos espasmódicos sin ninguna gracia y lejos de cualquier arte. Tal vez por eso me aficioné al heavy metal, para poder agarrarme a una guitarra eléctrica imaginaria y mover la cabeza de adelante hacia atrás, con eso bastaba para pasar desapercibido un concierto entero. Pero a pesar de mi clara limitación para el arte del danzar, echo de menos bailar. Bailar como alegría, como encuentro con amigos, como disfrute de la música en vivo.
Se han encontrado dibujos prehistóricos como el del Hechicero Bailarín en la cueva Trois Frères en Francia, así como grabados en las rocas de Bhimetka, en India, que demuestran que el baile está con nosotros desde hace miles de años. En estos tiempos pandemiosos lo de bailar se ha ido a la mierda, y sin baile la vida es menos vida. La cultura y las artes nos definen como ciudadanos completos, por eso a los carcas derechistas les molesta tanto el teatro, la literatura, el cine y toda arte que no se someta a sus odiosas soflamas populistas. Consideran la tortura animal dentro de una plaza de toros como una arte y sin embargo atacan sin disimulo al cine español porque se quedaron en la época del NO-DO.
Y viniendo a la Isla, queridos lectores, es tristísimo que Menorca ahora mismo no tenga cines. Y lo digo más como cinéfago que como cinéfilo. Porque yo no sé mucho de cine, pero lo devoro siempre que puedo. En el libro «Que debes saber para ser un cinéfilo» de Jesús Palacios explica muy bien la diferencia entre unos y otros. El cinéfilo ama el cine pero además suele saber mucho del Séptimo Arte y puede discernir entre buen y mal cine; en cambio el cinéfago: «Tiene la capacidad de disfrutar de todo tipo de cine, incluido el considerado como basura y el que lo es realmente» . Y les confieso que puedo gozar tanto viendo «The Taste os Pho», una deliciosa película polaca dirigida por la japonesa Mariko Bobrik, como ir al cine con mi hijo para atiborrarnos de palomitas y reírme como un simio viendo «Deadpol». Ya ven, quizás hay poco criterio, pero muchas ganas de viajar a través de las historias que el cine nos brinda en todo su amplio universo.
Y a pesar de los sucedáneos que proporcionan las plataformas digitales el mono de cine está ahí. Uno se siente más pobre a todos los niveles cuando no puede disfrutar, aunque sea sin mucha entendedera, del arte hecho en celuloide. Porque las artes entran por los poros y deberíamos maldecir tanto a los que las desprecian, como a los que las usan de bandera elitista y de rancio clasismo, cuando es obvio que deberían ser asequibles para todo el mundo.
Dos deseos: ojalá las grandes pantalla vuelvan pronto a nuestra isla. Ojalá vuelva a sonar la música en vivo y podamos encontrarnos para bailarla y gozarla. De momento parece que ya dejan reuniones de veinte personas en el exterior. Si sigue esta dinámica las cenas de Navidad van a ser todas en las terrazas, y en ese caso el cambio climático nos viene de perlas, porque si no igual no cogemos el virus, pero el resfriado está garantizado. Por último, ¿sabemos ya si alguien ha empezado a vender figuritas para el Belén con mascarilla? Mi hijo dice que pongamos el hidrogel entre el buey y la mula. No sé si quedará muy artístico, ya veremos. Feliz jueves.
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