Por si faltaban argumentos a todos aquellos menorquines y forasteros aquí afincados que siempre han considerado Menorca ombligo del mundo, se avecina no antes de 2022 el título de Patrimonio Mundial que, como el de reserva de biosfera, concede la Unesco. Es un mérito de la piedra milenaria que muchos cientos de generaciones pasadas han conservado, quizá porque era menos costoso que desmontar monumentos que tienen gracia en sus formas tan primitivas y en sí conforman una cultura ciclópea.
Esta vez se ha ido a tiro seguro y se ha contratado a Cipriano Marín, uno de los mayores expertos mundiales en desarrollo sostenible, que fue también uno de los padres de la reserva de biosfera. Conoce gustos y manías de la farragosa burocracia en que ha derivado la Unesco, organización del Sistema de las Naciones Unidas, y eso tiene tanto valor como el producto en sí. Dicho en términos en absoluto peyorativos, es un gran vendedor del proyecto.
Eso no quita que todo el proceso cueste un pastizal, que dicen los modernos. A veces evoca aquellos premios que concedían universidades americanas, prestigiosas o no, con títulos que sonaban bien y que realmente se concedían solo a quien los pagaba. Nadie que no esté dispuesto a invertir en estudios, expertos, publicaciones y propaganda puede aspirar a nada.
Pero sinceramente la candidatura Menorca Talayótica tiene buena pinta esta vez y además el apoyo unánime de lo que en la barriada llaman estado español. Solo falta el admirado Federico Mayor Zaragoza en la presidencia para rematar el proceso. Eso sí, no se empeñen después en buscarle utilidad, es un reconocimiento per se, no servirá, por ejemplo, para que los miles de menorquines que salieron a estudiar vuelvan porque aquí hemos creado oportunidades profesionales para ellos más allá de maestros y profesores.