Está el país como para que la clase política continúe enzarzada en batallas absurdas, tangenciales que poco o nada aportan a la necesaria adopción de medidas consensuadas que neutralicen los rebrotes y las consecuencias de la pandemia.
En medio de la incertidumbre generalizada, a caballo entre la inseguridad y el pánico ante lo desconocido, la izquierda radical aumenta la presión para erosionar y tumbar la monarquía parlamentaria hasta convertir las Cortes, otra vez, en un espacio tabernario. Ahí se desenvuelve como si fuera su habitat natural el republicano catalán, Gabriel Rufián, ejemplo del nivel que nos rodea en el primer órgano nacional de decisión en manos de un embustero colosal.
Otro tanto sucede en el Parlament de Catalunya, ahora presidido por Pere Aragonès, de ERC, suplente, del suplente, del suplente, que diría Juan Carlos Ortego, tras la inhabilitación de Quim Torra, convertido en otro pseudo mártir lamentable del procés por una cuestión estúpida.
Así, el ya triste expresidente ha ganado un cierto protagonismo en el tercer aniversario del 1 de octubre, fecha mitológica para los independentistas, por un referendum que no lo fue con el que pretendían voltear a Catalunya cuando lo que hicieron fue paralizarla.
Tres años después el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, es un prófugo de la justicia cómodamente instalado en Bruselas, y los otros arquitectos del separatismo comparten celda en la cárcel, o más allá de nuestras fronteras los que decidieron emular al primero que huyó oculto en un vehículo y dejó plantado al resto.
Tres años después Catalunya sigue fragmentada socialmente. De sus tres últimos presidentes, dos han sido inhabilitados y uno está fugado, los temas capitales ocupan tratamiento secundario y en el horizonte más cercano aparecen otras elecciones que quieren volver a convertir en plebiscitarias para lograr como sea una mayoría independentista que no tienen. ¿Hasta cuándo esta pesadilla?.