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Formaciones nacionalistas, independentistas y de izquierda radical se han tirado a degüello contra la monarquía a medida que proliferan las acusaciones de podredumbre al rey emérito, inmerso en un proceso de degradación tal que puede dilapidar el que fue un fructífero reinado para el país y poner en peligro al de su sucesor, Felipe VI. Ese es el objetivo finalista de la campaña de derribo al padre y, fundamentalmente, al hijo, con la complicidad del presidente de la nación incapaz de defender esta estructura de Estado hasta propiciar que revienten paulatinamente sus costuras.

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Juan Carlos se lo ha puesto en bandeja, es la verdad, tanto que hasta a la ministra de Igualdad, Irene Montero, le asiste la razón cuando afirma que es difícil separar la corrupción de los borbones de la propia institución. Ya no son exclusivamente sus juegos de cama, conocidos pero silenciados durante su largo reinado, sino que el monarca, si nos atenemos al crédito, cuanto menos dudoso, de su amante despechada y un policía disoluto en prisión, habría caído del pedestal presa de su propia ambición para multiplicar su fortuna.

Habrá que demostrarlo aunque mientras tanto el desgaste a la corona progrese adecuadamente para quien lo promueve. Quim Torra, por ejemplo, anuncia una querella por corrupción contra el rey emérito y ningunea la presencia del jefe del Estado en Catalunya, en una omisión vergozonsa que atenta a la educación y al protocolo. No parece que el triste presidente catalán vaya a hacer lo propio con Jordi Pujol y su familia, sin ir más lejos. El ‘virrey' catalán, que sostuvo una amigable relación con Juan Carlos, convirtió la Generalitat en un reino de Taifas del que se aprovechó su vasta familia, pero ni entonces, cuando se conocieron sus corruptelas y su fortuna en Andorra, ni ahora, se ha vinculado al exhonorable con la institución catalana para cargar contra ella. Pero claro, Irene Montero y compañía nunca entrarán en ese jardín.