Si nos paramos a pensar, nos daremos cuenta que ni en el Senado ni en el Parlamento tenemos políticos nacidos en el siglo XXI. En el Parlamento está Marta Rodríguez de ERC, 23 años, y Lucía Mirian Muñoz de Unidas Podemos con 25 años. La mayor edad la ostenta el diputado Agustín Javier Zamarrón, del PSOE, 73 años. En el Senado el más veterano es Juan José Lucas que ya fuera ministro con Aznar y los más jóvenes Eduardo Santiago, del PSOE, 24 años, Rodrigo Mediavilla, del PP, 28 años. Lo cierto es que en las dos cámaras no tenemos políticos que hayan nacido en el siglo XXI. Quizá por eso, aún no hay quiénes defiendan las mermas de la juventud, que en puridad no tienen políticos coetáneos que conozcan a fondo sus problemas, porque vienen de un siglo que en el tiempo y en el espacio se nos ha quedado caduco, desfasado, apareciendo en los calendarios de hojas amarillentas, fatigadas de no marcar ya el tiempo que nos toca vivir. El político sigue adelante dejando atrás un tiempo que ya no cuenta, aunque eso sí, lastrado por lo que se hizo mal o por lo que ni siquiera se hizo.
No podemos trastocar el tiempo de los verbos pero no podemos evitar afrontar sus consecuencias. Es como cuando nos quejamos de unos malos gobernantes y decidimos votar a otros políticos, pero nunca culpamos a los que con su voto llenaron nuestras cámaras legislativas de políticos vulgares, incapaces de cumplir con lo que el votante esperaba de ellos, políticos que lastran la vida pública con más problemas de los que ya teníamos cuando los elegimos, con la esperanza de que aquellas deficiencias fueran corregidas y por el contrario, fueron aumentadas.
En la próxima legislatura si esta no se malbarata, ya tendremos jóvenes políticos nacidos en el presente siglo, no sé si estarán más preparados, aunque eso también compite con la voluntad del votante, que a la postre es quien elige o rechaza a las personas que van a gobernar el país. Con lo cual resulta que la responsabilidad sobre un buen gobierno o uno malo, es directamente achacable al votante. No me acaba de entrar en la cabeza lo que dicen algunos el mismísimo día de la votación, estando incluso en el colegio electoral cuando manifiestan sin rubor que esas son las horas que no saben aún a quien votar. Sé le da muy poco valor a un hecho trascendental, nada más y nada menos, que la posibilidad democrática de elegir al partido que nos va a gobernar durante cuatro años ¿Cómo ven los problemas de España? ¿Qué piensan hacer para asegurar las pensiones? ¿Cómo van a tratar la corrupción? ¿Cómo van a enfocar el abultado número de parados que la pandemia nos va a dejar? Eso debería ser una exigencia del votante hacia el político al que va a pagar generosamente en lo crematístico y otras prebendas que parecen privativas de la casta política, cuando en puridad el político recién llegado y el que se ha hecho viejo en la Carrera de San Jerónimo, no deben de ser otra cosa que asalariados de la ciudadanía, elegidos por el democrático sistema de las urnas. Los jóvenes políticos antes que aprender las triquiñuelas de los viejos, en el oficio de la política, deberían tomar cabal conciencia de lo que es un político en democracia, cualquier otro atajo, no es otra cosa que transitar por el camino de aquel político al que hay que echar cuanto antes. Por eso, como decía un ilustre político socialista: «Hay que elegir a los mejores y vigilarlos como si fueran los peores».