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Una de las cosas que ha cambiado con la pandemia es la velocidad a la que vivíamos y que se ha frenado de golpe. El tiempo y su ritmo es lo único que tenemos y de lo que disponemos mientras estamos vivos. Somos duración. Una duración finita y acotada entre dos fechas concretas. Luciano Concheiro explica en su libro «Contra el tiempo» (Ed. Anagrama, 2016) que la economía, la política, las relaciones sociales… han sido afectadas por la aceleración desbocada del sistema y sus voraces necesidades.

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Obsolescencia programada, operaciones financieras basadas en algoritmos, mundo laboral precario, política cortoplacista y populista basada en el marketing y la propaganda… nos hemos perdido en la vorágine del beneficio rápido y no encontramos la paz ni la voz interior que nos oriente en este caos de sobreinformación y manipulación interesada.

Con el confinamiento obligatorio para combatir el contagio, nuestro ritmo es muy diferente. Exceptuando la lucha contra la enfermedad, todo lo demás se ha ralentizado. El frenazo ha sido tan brusco que tememos por las consecuencias de esta parálisis en los próximos años. La recesión, la pérdida de empleos, la falta de libertades y las tendencias autocráticas acechan. La seguridad es una motivación básica para el ser humano, a la cual se le llegan a sacrificar muchas cosas. Por ejemplo, la intimidad, la libertad o la democracia. Los virus mutan para sobrevivir. Nuestras vidas también.