Imagínate la situación. Eres piloto de avión, de un cacharro inmenso, gigantemente grande, de esos bichos que cruzan océanos como quien cruza con toda la tranquilidad un paso de cebra. Te revienta una rueda, se quema un motor, llevas a más de 130 personas a bordo y depende de tu pericia a los mandos. Y de tus huevos, porque hay que tenerlos de acero toledano –valyrio para los más frikis del lugar- para gestionar la escena y no venirse abajo. Y lo haces. Convences al personal de que todo saldrá bien porque no queda otra, maniobras un rato para ir gastando combustible sobre el aire de Madrid como quien, para hacer la gracia, da vueltas como un tonto en una rotonda.
Tienes a millones de personas pendientes de ti, una cantidad importante pensando que como no salga bien la performance va a ser espectacular, otros, los que están dentro, que ya han gastado todas las existencias de padrenuestros y avemarías, incluso los ateos. Y lo bordas. Pegas un aterrizaje de libro, una maniobra a la que, vista tu destreza, solo te faltó hacerla con el palillo en la boca, a una mano y un codo saliendo por la ventanilla. Un plis y un plas y todo a salvo. Eres un jodido héroe. ¿Te lo imaginas?
Bien, volvamos a la realidad. Eres lo que sea que eres en tu día a día. Vas circulando con tu coche y toca meterte en un parking subterráneo, de esos que están diseñados con tanta precisión y con espacios tan justos que a veces es más fácil llegar al monstruo final del Tetris que meter el auto en la plaza correspondiente.
Pongamos que vas solo, que tienes que hacer la compra y nadie te acompaña en tu particular cruzada contra las temidas columnas. Eres tu contra esos engendros que, parece que no se mueven, pero que en realidad sobreviven gracias a la pintura que queda pegada cada vez que un coche las roza, las besa sutilmente.
Es un momento de tensión máximo, lo sé, y requiere de toda tu atención, pericia e ingenio por lo que, antes que nada, para prepararte para aparcar lo más sensato que se te ocurre es apagar la radio. El mundo se ve más claro cuando la radio está apagada. El ruido influye la vista, lo sabe todo el mundo, te convences intentando que la decisión sea menos ridícula de lo que ya es.
En ese momento aparece alguien sin avisar con un maldito carro de la compra que a ratos parece un bravo corcel desbocado tratando de embestir tu carrocería, un enemigo contra el que poco o nada puedes hacer, cuando en realidad todo es fruto de tu estrés. Ni el carro se mueve ni la columna es tan grande ni la música atonta la vista.
Pero el piloto del que te hablaba al principio es un auténtico campeón. Y sí, los tiene de acero valyrio.