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La tecnología es hoy en día el mejor bodeguero, el más perfecto de los catadores de vino, un enólogo incomparable, un sommelier infalible. Hace algo así como un centenar de años atrás, los bodegueros fiaban sus ciencias en la elaboración del vino de lo que habían ido aprendiendo de sus mayores. Aquello era una cultura oral, aunque afortunadamente, en algunos casos ya escrita, y digo afortunadamente, porque la memoria es débil, tornadiza y a veces alcahueta, siempre sujeta al capricho de quien nos la cuenta. La memoria escrita es otra cosa, pues basa su ciencia en el asentamiento de lo que ha logrado aprender, dejando una herencia impagable.

En algunos viejos tratados sobre la producción vitivinícola, que algunos poseo, me sorprenden por ejemplo cuando tratan la clarificación, que es el momento previo a la estabilización y filtrado antes del embotellado. En puridad, es una operación necesaria para arrastrar las partículas en suspensión de un vino; también me llama la atención la incapacidad que se tenía a la hora de saber la graduación etílica de un caldo. Vayamos por partes. En la clarificación fíjense qué curioso, se empleaba la ceniza, el huevo (solo la clara) y a veces la sangre de vacuno, Hoy, eso está en la mayoría de bodegas superado, la tecnología ha venido a superar estos procesos, como lo de antes cuando tenían que esperar a la fermentación de una cosecha para saber más o menos a ciencia cierta, que graduación etílica iba a tener ese vino, si había o no había que agregarle alcohol. Hoy en día, ya se sabe cómo viene la próxima elaboración de un vino que ni siquiera ha sido la uva vendimiada. Esto dicho así parece imposible, lo explico: bata un simple grano de uva madura, se aplasta ésta, se pone el caldo resultante sobre un refractómetro y su lectura nos avanzará cómo viene de azúcares la cosecha, en consecuencia que graduación etílica cabe esperar.

Bien avanzada la primera parte del siglo pasado, aún tenían los bodegueros un experto que probablemente no hubiera hecho en toda su vida otra cosa que no fuera trabajar el vino; la experiencia acumulada servía cuando se peinaban canas, para saber tratar el producto de una bodega.

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No obstante con todos los adelantos, en algunos sitios por no acogerse a la tecnología, aún se sufren episodios luctuosos, la muerte de un trabajador por respirar los gases tóxicos emanados de un bokoy (palabra procedente del francés boucaut de origen germánico) o uno de esos grandes depósitos de hoy en día de acero inoxidable que contienen miles de litros de vino transformándose en su interior, creando de resultas gases tóxicos que matan a traición a quien los inhalan, porque el desventurado no se dará ni cuenta de lo que le está pasando.

La experiencia aún no es capaz de evitar esas traicioneras catástrofes a los trabajadores del vino, que deberán de tener sumo cuidado por más que ya la tecnología tiene aparatos que detectan perfectamente los gases tóxicos. En cualquier caso la tecnología ha ido arrinconando añejas costumbres, como esa por ejemplo de mirar el color y la nitidez de un vino ayudándose de la luz de una vela. Hoy se utiliza la venencia o la ampolla para quiénes no son duchos con la clásica venencia. Se extrae un poco del vino que conviene analizar y se mira qué color y que transparencia tiene, si bien nada más práctico, más limpio, más rápido y cien por cien fiable que tener un pequeño laboratorio en la misma bodega a cargo de un químico avezado en la elaboración de un buen vino.

Tengo de decirlo, para trabajar los vinos con aspiraciones de conseguir una buena marca que haga famosa la bodega, existe una máxima que no admite componendas: no tenga usted prisa. Un gran vino jamás irá de la mano de un ‘cagaprisas’, los grandes vinos tienen por madre la paciencia, saber esperar es la clave. Eso de formar una bodega y en un par de años tener un gran vino, es como pretender tocar la luna con la mano. Lo primero que debe saber el bodeguero es si va a trabajar un monovarietal o va a utilizar el delicado ensamblaje de varias cepas. Las dos fórmulas son exigentes, no debe olvidar nunca que para apreciar un vino hacen falta tres maestros: vista, nariz y boca. Sólo teniendo bien adiestrados a estos tres catadores, podrá apreciar en plenitud un gran vino. Huya como del diablo de la borrachera que solo le dará disgustos además de una gran ignorancia sobre el vino. No olvide que se ahoga más gente en un vaso de vino que en el mar.