Tengo un amigo al que le ha costado asimilar que Vox es un partido político, protagonista de las elecciones pasadas y de las inmediatas, según todos los indicios. Estudió sus primeros años con Vox, el diccionario ilustrado de la lengua española, y no lo identificaba con una opción política de la derecha radical.
Los rivales de la acera de enfrente le designan de oficio la extrema derecha, sinónimo de que viene el lobo, y los que citan su nombre se impregnan de forma automática del estigma fascista, el concepto que más se reproduce en la política de hoy y que zanja todo debate cuando se acaban los argumentos.
El discurso es duro, extremo en algunos aspectos. Y tiene dirigentes que se ponen a la misma altura que los independentistas, los que niegan la evidencia cuando les perjudica y optan por difundir información intencionadamente falsa. Con ello dan razón a los argumentos de amedrentamiento de sus adversarios.
Sin embargo, frente al hundimiento de Ciudadanos es la única opción entre las minoritarias que pega un subidón en las últimas encuestas. Hasta la de Tezanos de ayer, GAD3 y Sigma Dos, daban el día anterior más de 40 escaños al partido de voz latina, que se situaría por delante de Podemos, al que en vez de denostarlo como extrema izquierda se le llama partido progresista.
Se confirmaría que lo de Andalucía, donde irrumpió con fuerza decisiva para el cambio por primera vez en 40 años, se confirma y quizás mover el esqueleto de Franco y afrontar las algaradas catalanas con cortesía democrática, insólito en un país fascista, le ha dado un empujón. No lo creo.
Mi amigo, que empezó a estudiar sin internet hace muchos años, se limitó a reflexionar que quizá era el único partido que hasta ahora no ha traicionado sus principios.