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El que declara en un juicio jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El político en campaña dice lo que le da votos, oculta lo que no le conviene, y le añade tanta deformación a la realidad pura y dura, que la pobre verdad se queda pequeña, arrinconada ante la apabullante propaganda. Sus ingentes recursos económicos le permiten salirse con la suya. Orwell se quedó corto. El statu quo no quiere que se le acaben las prebendas. Abogará por la cuadratura del círculo, gastar más y recaudar menos, y nos hará ver lo blanco negro. O resucitará causas perdidas para animar a sus fieles. Es verdad que si te cogen diciendo mentiras te pueden poner de vuelta y media. Sin embargo, una vez se cierran las urnas y se conoce el veredicto popular inapelable, ya no hay peligro, pues si luego no cumples, no suele pasar nada. El sufrido ciudadano acepta resignado tus excusas. Comprende que hay muchos imprevistos y que dejarse llevar por la euforia de un mitin, rodeado de seguidores incondicionales, es algo humano y disculpable.

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Antes, las mentiras eran más arriesgadas que ahora. Por eso, para algunos, se han convertido en un modus vivendi. Nunca habíamos sido tan crédulos como ahora. La picaresca no pasa de moda. Volvemos a las andadas. Y en lugar de resolver problemas, los utilizamos como arma arrojadiza para seguir instalados en la lucha feroz, disfrazada de bellas palabras, por las anheladas poltronas.