Siendo menorquín y en plenas fiestas de Mahón, pienso que podemos hacer un merecido homenaje a los caballos y a las yeguas (no caballas, peces teleósteos que no participan en los festejos). No solo a los de raza menorquina, que podemos contemplar de cerca estos días, sino a todos y a todas sin excepción. La relación del ser humano con el noble bruto es antiquísima, siendo parte de la domesticación para fines utilitarios, en este caso, el transporte.
El bruto, el noble y el noble bruto han compartido andanzas y aventuras desde tiempo inmemorial. Compañeros de viaje, nos han ayudado a arar, guerrear, pasear o competir, sobre todo si son pura sangre. En el Oeste los cowboys pudieron atravesar las verdes praderas y conquistarlo a tiro limpio. Era la manera habitual de desplazarse hasta la aparición del automóvil, que aunque tuviese muchos caballos, ya iba con gasolina. La belleza del caballo, su fuerza, su resistencia… nos emocionan profundamente. «Mi reino por un caballo», exclama Ricardo III. Quedarse sin caballo en plena batalla era una faena de las gordas. Es como quedarse hoy sin el Falcon.
No hace falta llamarse Rocinante ni Bucéfalo ni Babieca. Los caballos anónimos que salen a las calles y plazas durante las fiestas nos recuerdan que venimos de un mundo rural, agrario, salvaje, natural como la vida misma. A veces, hacemos animaladas. Pero la civilización nos aleja de los orígenes. Nos doma y nos pone bridas.
Soooooo!