Se acaba de ir mi sobrino periodista, quien tras su etapa de becario en «Es Diari» se fue a Bruselas y allí sigue, once años después tras abrirse camino en la corte. Hoy día es un experto en política europea y mundial, de las que me instruye bajo el árbol centenario. Le pregunto por la guerra arancelaria desatada por Trump y me manifiesta su preocupación por la asilvestrada imprevisibilidad del magnate metido a político, así como por la creciente pujanza china, cuyos dirigentes no tienen que pasar sus decisiones por el cedazo parlamentario y también por el papel decepcionantemente subsidiario de Europa en esta contienda. Pero viene a buscarle una amiga mucho más interesante que su tío y se va a Sa Mesquida con ella. ¿Y si hay medusas?, nada, no cuela...
Me quedo bajo el árbol y me entero por La Contra de «La Vanguardia» que el gazpacho es el mejor preventivo contra el cáncer. Lo dice un científico acreditado, y le añado por mi cuenta y riesgo la vichysoise y el ajo blanco, uno es un cucharófilo empedernido de toda la vida: brou i bullit (eso que nos imitan los madrileños llamándolo cocido), potajes diversos en invierno y sopas frías en verano. Nos hubieran ido de maravilla la otra noche en el Ateneo cuando nos cocíamos al baño maría en el coloquio con Manuel Valls a quien veía sudar la camiseta a mi lado. Aún sin el gazpachito y, desde mi atalaya, fue una velada digna de tal marco.
Tras el oportuno lingotazo de gazpacho como aperitivo del salmorejo que vendrá después, hojeo una revista tecnológica por aquello de estar al día (no soy tecnófobo pero tengo ramalazos), y me detengo en un reportaje inquietante, «Inteligencia artificial versus cerebro humano», en el que leo: «La inteligencia artificial disparará la productividad, hará el mundo más eficiente y seguro, alargará la esperanza de vida, servirá para predecir el futuro, prevenir catástrofes e incluso combatir el cambio climático. Las empresas que desarrollan esta nueva era basada en algoritmos y big data la presentan como el Santo Grial y pasan de puntilla sobre los evidentes peligros que también acarrea…».
Observo al viejo Allen, que como siempre vigila el perímetro del ullastre para que nadie no autorizado importune a su amo y señor. Tiene los ojos llenos de secreciones y me paso el día limpiándoselos con suero y torundas de algodón. A pesar de sus catorce años y su ceguera sigue siendo un gran profesional y no me deja ni a sol ni a sombra (bueno, serán más bien sombras). Sabe siempre dónde estoy y adónde voy y me sigue, ¿qué robot haría eso?, ¿y qué cyborg me daría la pauta para afrontar con dignidad exenta de ingenuidad las andanadas de quienes en la vida pública pontifican sobre la certeza de mafias omnipresentes en el Mediterráneo sin mencionar siquiera la cuestión de las cuestiones, el trato a seres humanos abandonados a su desgracia?...
La periodista y escritora canadiense Naomí Klein habla de la teoría del shock, la difusión de rumores falsos que preparan a la ciudadanía para la progresiva implantación de medidas restrictivas. En fin, cosas de progres buenistas, dirán los incansables activistas del lenguaraz anarquismo de derechas, convencidos de que las oenegés no son más que una banda que pugna por repartirse el botín (según la terminología riverista). Y mientras tanto, Europa, patéticamente paralizada, les cede lo que ahora se llama el relato de una presunta invasión que no es tal.
Me viene a la memoria Perico Polaina, uno de los personajes urbanos más célebres del Mahón de los años cincuenta-sesenta del pasado siglo. «Mai arribareu a sa Lluna», recitaba como una letanía, nunca supe por qué, pero no quería que el hombre llegara a pisar la luna. Fue un tecnófobo avant la lettre al que conocí siendo muy niño. Ahora es otro Perico quien afirma, bajo el árbol centenario, que nunca lograrán crear una red neuronal parecida al cerebro humano. Será otra cosa, un enjambre de cables sin orden ni concierto como el que usufructúa el superministro italiano Salvini, pero no un cerebro. Seguro que ni siquiera tiene sueños húmedos.