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Dicen quienes lo saben que Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena. Para saborear esa verdad hay que pasear a la caída de la tarde por la calle Ancha, por la calle Barrameda de Sanlúcar, o por el bulevar del centro de Jerez, o por esa calle que te lleva a la Virgen de Regla, calle donde vivía en Chipiona la más Grande, o por la calle Sierpes de Sevilla.

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Por ahí pasean su belleza las mujeres que pintaba Julio Romero de Torres, sin desdoro de guapísimas rubias, quizá herencia de aquellos ingleses y alemanes que asentaron su voluntad de aprender en Andalucía a criar caballos de pura sangre, caballos cuya primogenitura habría que retrotraerla a la cabaña caballar de los tiempos del Califato de los Omeyas que fundara en el 929 Abderramán III.

Por esas calles que huelen a marisco y manzanilla, sentarse en una terracita a saborear una ración de ortiguillas de mar como las trabajan los cocineros de Cádiz, viendo pasar las mujeres que un día inmortalizó en sus lienzos aquel pintor cordobés que sabía retratar mujeres, belleza andaluza donde los días son más cortos; por eso siempre nos falta tiempo para sentir en el alma la noble grandeza de esta tierra.