Que la momia de Franco sea desenterrada del Valle de los Caídos es solo una cuestión de tiempo. Se trata de uno de las primeras decisiones de Pedro Sánchez tras su llegada a la Moncloa, junto al cambio de colchón en la cama presidencial, ambas de discutible urgencia, aunque un buen descanso resulte fundamental también para ejercer el poder con criterio y sin las veleidades que acostumbra el líder de los socialistas.
Franco no debería continuar en la sepultura que ocupa desde noviembre de 1975 días después de su fallecimiento en un hospital de Madrid. Se trata de los restos de un dictador del siglo XX cuya presencia en un santuario público no tiene razón de ser considerando, además, las circunstancias que rodearon su construcción a cargo de prisioneros de la Guerra Civil con descendientes en vida.
Al gobierno en funciones, al tiempo que Sánchez urde los pactos a diestra y siniestra para obtener una investidura amable y eficaz a largo plazo, le apremia la retirada de la lápida y que Franco sea trasladado, en principio, al cementerio de El Pardo. Y no le urge ya porque sea una decisión argumentada sino porque el ejecutivo está cayendo en el profundo ridículo cada vez que marca los plazos para desenterrar al militar autócrata gallego y sacarlo de la ubicación que ocupa desde hace 44 años, sin poder cumplirlos. Se olvida probablemente el presidente que la voluntad política no está por encima de las decisiones judiciales que son las que rigen todos los procedimientos.
La familia del finado ha planteado los procedimientos legales a su alcance para ralentizar la exhumación del general, como era de esperar, y ha conseguido dejar en evidencia las fechas marcadas por este gobierno que tiene otros frentes más trascendentales en los que emplearse con esa misma presteza.