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Después de años de discusión, Suiza barajó la posibilidad de establecer un depósito de residuos nucleares en la pequeña población de Wolfenschiessen de apenas dos mil habitantes. Antes de que se celebrara el referéndum sobre esta cuestión, en 1993 un grupo de economistas dirigidos por Bruno S. Frey y Felix Oberholzer-Gee realizaron una encuesta a los habitantes del pueblo preguntándoles si votarían a favor de que se instalase en su comunidad el depósito de residuos nucleares. El 51% de los encuestados votaron a favor de dicha propuesta, aunque más de un tercio expresó su temor por el riesgo para la salud de los residentes. Su deber cívico se impuso a la preocupación por los efectos que tendría dicha instalación.

Posteriormente, los economistas introdujeron un incentivo económico para observar hasta qué punto se modificaba el comportamiento de los encuestados. Informaron a los residentes de la posibilidad de que el Parlamento suizo ofreciera una compensación anual en metálico a cada residente. Curiosamente, el incentivo económico redujo drásticamente la disposición de los habitantes a aceptar el depósito nuclear. Solo un 25% votaron a favor. Los investigadores aumentaron sustancialmente la compensación hasta la cantidad de 8.700 dólares por persona, una cantidad muy por encima de la media de ingresos mensuales. En este caso, se redujo todavía más la disposición de los habitantes a aceptar la instalación.

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¿Qué explicación tenía este comportamiento? ¿Cómo era posible que los residentes de Wolfenschiessen estuvieran más dispuestos a aceptar el depósito de residuos nucleares sin compensación que con ella? Los investigadores concluyeron que la oferta del dinero había ‘desplazado' el deber cívico de los ciudadanos. Cuando no había ninguna oferta económica, los ciudadanos suizos estaban dispuestos a aceptar la peligrosa instalación dada la importancia de la energía nuclear para todo el país. Su compromiso con el bien común prevalecía sobre otras consideraciones individuales. Sin embargo, cuando los investigadores introdujeron el dinero, los ciudadanos entendieron que se estaba ‘comprando' su voto, lo que quebrantaba su deber cívico basado en la solidaridad. De hecho, un 83% de los que rechazaron la oferta monetaria explicaron su oposición diciendo que a ellos no se les podía sobornar.

Desde los años ochenta del siglo XX, se ha producido un desarrollo económico sin precedentes que ha provocado un aumento de la prosperidad en los países capitalistas. Este auge económico ha provocado cambios sustanciales en nuestra manera de enfocar el valor de las cosas. Hace cincuenta años, nadie podía imaginarse que las reglas del mercado alcanzarían sectores como la justicia, la ciudadanía, la educación, la inmigración o el derecho al medio ambiente. En California se ofrece una celda más cómoda a los presos que abonen 82 dólares por noche. La empresa LineStanding.com contrata a personas que esperan en la cola del Congreso de los Estados Unidos para ceder su puesto al miembro de un lobby que desea asistir a la rueda de prensa. Algunas escuelas están pagando dos dólares a los alumnos por cada libro que lean. Existen varias empresas que ‘venden' discursos nupciales tras rellenar un formulario online con las preferencias de los contrayentes. El permiso de residencia permanente en Estados Unidos se puede ‘adquirir' con una inversión de 500.000 dólares que genere al menos diez puestos de trabajo. Desde el Protocolo de Kyoto de 1997, se permite a los países comprar derechos de emisión de gases de efecto invernadero a países menos contaminantes.

¿Está todo a la venta? ¿Hay cosas que el dinero no debe comprar? ¿Cuáles son los límites morales del mercado? Éstas son algunas de las reflexiones del filósofo estadounidense Michael J. Sandel en su extraordinario libro «Lo que el dinero no puede comprar». La investigación realizada en Suiza demuestra hasta qué punto la introducción de reglas del mercado (más dinero = más disposición de aceptar algo) puede cambiar la actitud de las personas y provocar un desplazamiento de sus deberes cívicos. Aunque la economía de mercado presenta indudables ventajas, no realiza juicios de valor sobre los bienes que se intercambian. Si solo nos centramos en la eficiencia del mercado, podríamos estar abriendo la puerta a negociar cuestiones que, hasta ahora, consideramos intocables. Baste pensar en el deseo de tener descendencia. Aunque todas las partes resulten ‘favorecidas' en términos económicos, ¿permitiríamos un mercado de compraventa de niños? Quizá sea el momento de recordar las palabras del político estadounidense Benjamin Franklin: «De aquel que opina que el dinero puede hacerlo todo, cabe sospechar con fundamento que será capaz de hacer cualquier cosa por dinero».