Cuenta la leyenda que Marlin y Coral, dos peces payasos, vivían en un precioso arrecife de Australia. Estaban muy felices porque esperaban el nacimiento de sus más de cuatrocientos hijos. Un día, una enorme barracuda llegó al arrecife y amenazó con devorar a sus hijos. Marlin intentó frenar a la barracuda, pero nada pudo hacer contra semejante depredador. Recibió un golpe que le dejó inconsciente. Cuando se despertó, descubrió que su esposa Coral y todos sus hijos habían muerto a excepción de uno, Nemo.
Unos años más tarde, Marlin acompañó a su hijo Nemo al primer día de escuela. Era un día muy especial para el pequeño pez payaso. Se trataba de la primera actividad que podía hacer sin estar acompañado de su padre. Desde la tragedia, Marlin nunca dejaba solo a su hijo. Había desarrollado un sentimiento de protección que le obligaba a estar en todo momento pendiente de su pequeño.
Cuando Nemo llegó a la escuela, se acercó con un grupo de amigos al extremo del arrecife. Quedaron impresionados al ver el mar abierto. Nemo siguió a sus amigos hacia el profundo océano hasta que su padre le interceptó y le devolvió al arrecife. Marlin le reprochó su atrevimiento: «¡Por poco sales a mar abierto! Menos mal que estaba yo aquí. Si no hubiera llegado a tiempo, no sé qué habría pasado. Recuerda que no nadas bien. No deberías nadar por aquí. Tenía yo razón, ya empezarás el colegio el año que viene». Nemo se revolvió contra su padre: «No, papá. Solo porque a ti te dé miedo el mar…». Enfadado por la situación, Marlin le dijo a su hijo: «No estás preparado y no vas a volver hasta que lo estés. Crees que puedes hacer de todo y no puedes». El profesor, una enorme manta raya, se dirigió hacia Marlin y le preguntó si había algún problema. «No quería interrumpir, pero es que no es buen nadador, me parece que es un poco pronto para dejarlo salir sin vigilancia», le dijo Marlin. La manta le respondió: «Oiga, le garantizo que conmigo estará seguro». La respuesta no convenció a Marlin: «Eso no lo dudo, pero usted tiene muchos alumnos, es posible que lo pierda de vista».
Al igual que Marlin, el protagonista de la genial película de animación «Buscando a Nemo» galardonada con un Óscar en el año 2003, muchos padres están desarrollando en los últimos años un instinto de sobreprotección de sus hijos. La literatura sobre la materia les ha bautizado con distintos nombres: «padres helicóptero» (que «monitorizan» como un dron toda la actividad de su hijo); «padres apisonadora» (que allanan el camino para que su hijo no se tropiece); o «padres guardaespaldas» (que acompañan a todos lados a sus vástagos para que nada malo pueda ocurrirles). Esta nueva tendencia de «hiperpaternidad» tiene muchas manifestaciones. Algunos padres se anticipan al malestar de sus bebes cogiéndolos en brazos porque si lloran se sienten culpables. Impiden que sus hijos tengan cierta libertad de movimientos y que exploren el mundo que les rodea. Hablan de sus hijos en términos posesivos («no me come», «no me hace caso», «todavía no gatea») como si la paternidad fuera una competición. Suelen justificar los errores de sus pequeños para que estos no se sientan culpables en vez de transmitirles la necesidad de asumir la responsabilidad por sus actos.
Las consecuencias de esta forma de educar son devastadoras. Por un lado, los hijos desarrollan menos competencias emocionales, pierden creatividad y son más inseguros. Y, por otro lado, los padres viven en una permanente sensación de inquietud por el bienestar de sus hijos. ¿Estaré haciendo lo mejor por ellos? Según una encuesta realizada por OnePoll a más de 2.000 padres en Estados Unidos, los progenitores pasaban de media cinco horas y dieciocho minutos preocupados por sus hijos. En cómputo semanal suponía… ¡37 horas! ¡Más o menos una jornada laboral completa!
Educar es ayudar a nuestros hijos a encontrar su propio camino. Ofrecerles las herramientas necesarias para saber qué hacer cuando las cosas no salen bien. No se les puede alejar de todo peligro porque, entonces, no aprenderían qué significa escoger el camino correcto. Al final de la película, Malrin se reencuentra con su hijo y comprende que Nemo debe vivir su vida pues –como decía el entrenador de baloncesto estadounidense Jim Valvano- «mi padre me dio el regalo más grande que alguien puede dar a otra persona: creyó en mí».