En el año 2004 el huracán Charley asoló Florida. Murieron veintidós personas y el coste de los daños ascendió a más de quince mil millones de dólares. La devastación provocó una subida considerable de los precios. Las bolsas de hielo que vendían las gasolineras pasaron a costar diez dólares. Las tiendas empezaron a vender pequeños generadores de energía a más de dos mil dólares cuando, antes del huracán, apenas valían una décima parte. A un vecino afectado le pidieron 10.500 dólares por retirar un árbol que había caído sobre su tejado. Los hoteles multiplicaron por cuatro sus precios. ¿Era justo cobrar esos precios? ¿Podían los vendedores sacar provecho de una situación de crisis? ¿Debería el Estado prohibir las subidas especulativas de precios? ¿Tenía algún límite la economía de mercado? ¿Podían establecerse restricciones para garantizar una mayor igualdad?
Éstas son algunas de las preguntas que, durante años, el filósofo estadounidense Michael J. Sandel realizaba a sus alumnos en la asignatura «Justicia». Desde que inició ese proyecto poco después de llegar a Harvard en 1980, el curso sobre filosofía se convirtió en el más popular entre los alumnos. Tuvo que habilitarse un teatro para albergar a más de mil estudiantes. Su popular método consistía en desarrollar problemas tradicionales de la filosofía a través de ejemplos de la vida cotidiana. El profesor realizaba preguntas sobre el aborto, la tortura, la eutanasia, la corrupción, el patriotismo o el peso de la religión en la política e invitaba a los alumnos a exponer sus planteamientos.
Tal era el éxito del programa que la Universidad de Harvard decidió colgar sus vídeos explicativos en Internet. Más de treinta millones de personas han visto a Michael J. Sandel desentrañar el imperativo categórico de Kant, el utilitarismo de Bentham o la igualdad de oportunidades de Rawls a través de charlas amenas que invitan a reflexionar sobre la importancia de un discurso crítico en nuestra sociedad.
Hace una semana el Congreso de los Diputados ha aprobado por unanimidad que la Filosofía vuelva a ser obligatoria en los planes de estudio de bachillerato. Una iniciativa de esta naturaleza obliga a formularnos algunas preguntas. ¿Para qué sirve la Filosofía? ¿Tiene esta asignatura alguna utilidad práctica? ¿En qué medida puede ayudar a los alumnos en su desarrollo profesional? ¿Y en su vida cotidiana? Algunos padres piensan que esta asignatura tiene una importancia menor y no va a ayudar a sus hijos a tener éxito profesional. Existe la creencia de que las «enseñanzas valiosas» (matemáticas, física, biología, etc.) permiten lograr el objetivo final: encontrar un buen trabajo. Dentro de este esquema, la filosofía no se considera algo «útil», sino más bien un pasatiempo cuando no existe otra tarea más relevante. Esta visión utilitarista del sistema educativo olvida que enseñar filosofía en las aulas no consiste simplemente en estudiar las construcciones elaboradas por Platón, Descartes o Kant. Significa desarrollar un pensamiento crítico que rechace los prejuicios y las respuestas unánimes. Implica fomentar el respeto hacia los discrepantes en el debate de las ideas. Aprender filosofía es defenderse de las mentiras. Supone fortalecer la importancia de ser virtuoso, de no banalizar el mal y de comprender las debilidades de la naturaleza humana. Cuando un alumno aprende filosofía, está adquiriendo las herramientas para votar con responsabilidad y defender la democracia. Cuando un alumno se pregunta por qué hay tan poca justicia en el mundo, está buscando la ayuda de sus iguales para corregir esta situación.
Vivimos en una sociedad plural, increíblemente compleja, en la que confluyen intereses antagónicos de la más variada naturaleza. Cada día surgen nuevos retos que nos obligan a reflexionar. ¿Qué pasa con la robotización? ¿Cómo se puede erradicar la violencia contra la mujer? ¿Debemos legalizar la eutanasia? ¿Cuánto debemos invertir en sanidad? Gracias a la filosofía, los alumnos se convertirán en ciudadanos libres y responsables que se mostrarán exigentes y críticos con los poderes públicos y con los (invisibles) mercados que gobiernan nuestras vidas. Quizá sea el momento de recordar las palabras de Descartes: «Vivir sin filosofar es, propiamente, tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás».