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La Sala de lo Contencioso Administrativo del Supremo ha detenido la jugada y ha recurrido al VAR, la nueva moviola del fútbol que le dice al árbitro que se ha columpiado pitando penalty o que el gol ha sido marcado en fuera de juego.

Ha resuelto un pleito señalando que son los bancos y no los clientes quienes deben pagar el impuesto de actos jurídicos documentados, que viene a ser una carga más sobre la losa que supone la firma de una hipoteca. Si alguien ha pasado por ese trance -debemos ser legión-, se come las lágrimas al ver impotente cómo te sablean por el papeleo notarial después de haberte dejado seco con las condiciones bancarias del contrato.

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La resolución judicial ha sido como pitar un penalty contra el Barça en el último minuto del partido. Ruge el Camp Nou y el árbitro se asusta. Las consecuencias van más allá del sentido del veredicto, tiembla todo el imperio bancario. Detiene el cronómetro, hay que echar mano del VAR, aunque suponga aplazar el partido a otra jornada.

Pero no es lo mismo jugar con el opio del pueblo que con el pan de la gente. La Justicia es la única institución, que mantiene el prestigio, es lenta pero contundente, capaz de derribar un gobierno y de mandar a la cárcel al cuñado del rey. Sus resoluciones interpretando la ley crean la seguridad jurídica, las verdaderas reglas de juego, son el árbitro que todo el mundo respeta.

Con el aplazamiento de la decisión, con la duda diferida del penalty, siembran desconfianza. Sabemos que un presidente de gobierno o el director de un medio sufren presiones constantes y en ocasiones ceden. Sin embargo, siempre hemos supuesto que un juez es ajeno a las consecuencias que crea un veredicto que no se somete más que al espíritu y la letra de la ley. Quizás su recurso al VAR puedan justificarlo, pero aplazar tanto la decisión sobre un penalty que todo el mundo ha visto levanta sospechas.