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No te lo negaré, el fracaso tiene un sabor horrible. Cuando lo pruebas se te va derritiendo poco a poco inundándote el paladar, la boca y generándote una sensación desagradable. Es, por ejemplo, como un golpe bajo, que cuanto menos te lo esperas más duele y más te genera una sensación de impotencia ante la que nada puedes hacer más que lamentarte inútilmente. Porque sí, cualquier lamento es inútil ya que se trata de una pérdida de tiempo. Todo el rato que inviertes en lamerte y relamerte las heridas son segundos, minutos e incluso horas que malgastas en no ponerle una solución, un remedio o, como mínimo, una sonrisa. Depende de ti.

«Se habrá quedado medio lelo en la montaña», pensará más de uno que le tiene la misma alergia que yo a las tonterías de autoayuda y automotivación. Pero no, el fracaso es igual de asqueroso como necesario. Sirve, si de verdad ese intento fallido nos ha fastidiado, en la gasolina necesaria para amarrarse los machos y volver a intentarlo.

No veas la cara de tonto que se me quedó el otro día cuando me tuve que retirar de la Ultra Pirineus, la carrera de 110 kilómetros que tenía que recorrer, cuando apenas había sumado 40 kilómetros y me entró un corte de digestión de mil demonios. Y de mil pedos también. Las punzadas de dolor en el estómago eran terribles a cada zancada y con la cabeza más que derrotada y el corazón cansado de sufrir, arrojé la toalla convencido de que había fracasado y que todo aquello no había servido de nada.

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Me enfadé con el mundo, me enfadé mucho. Y conmigo mismo. Sentía inevitablemente la sensación de ligar mi derrota al fracaso. Recibí un centenar de mensajes de ánimo que agradecía, pero no me llenaban. Un consuelo flácido para un torpe.

Con los días he ido relativizando el fracaso de no haber vivido esos malditos 15 segundos de gloria que tenemos los que corremos cuando llegamos a meta, cruzamos nuestra particular alfombra roja y el señor del micro de turno pronuncia nuestro nombre y me he dado cuenta de que el fracaso es casi tan importante como la victoria. Detrás de un ganador hay un perdedor que nunca se ha dado por vencido. Que ha invertido todos esos fracasos usándolos de trampolín hacia el éxito.

Te prometo que en esos instantes en los que estaba desolado y no quería hablar con nadie, me juré que no volvería a hacer tamaña gilipollez deportiva. Detrás de una carrera de este tipo hay muchos meses de entrenamiento, sacrificio, constancia… Y ahora me doy cuenta de que retirarme me ha servido para fijarme como objetivo de 2019 volver y vivir esos malditos 15 segundos. Porque puede que a perdedor me gane alguien, pero a cabezota, nadie.