La sensación de libertad que proporciona la conducción de una motocicleta cuando se alcanza la adolescencia y uno comienza a creerse dueño del mundo es común a la inmensa mayoría de chicos y chicas cuando llegan a esa edad temprana.
El viento sobre el rostro agitando el cabello, la rapidez, la comodidad para los desplazamientos sin depender de los padres, la facilidad para aparcar frente al banco donde están sentados los colegas, o el punto de distinción del que tiene vehículo de dos ruedas sobre el que no lo tiene son cuestiones que ellos ponen en valor ante sus tutores. Argumentan así la necesidad de tenerlo.
Realmente es fantástico ir en moto, que nadie lo dude, por más que haya quien le tenga pánico a subirse en ella. Lo es pero no es menos cierto que convertirte en la carrocería de la máquina trae consigo un riesgo intrínseco y, por tanto, inevitable en muchas ocasiones por muy prudente que sea la conducción. Esa peligrosidad se acrecienta, generalmente, cuantos menos años se tienen. Ausente la experiencia, no todos saben utilizar la serenidad para adquirirla poco a poco lo que se traduce en caídas y accidentes.
Ese riesgo asumido -todos los moteros hemos besado el asfalto alguna vez en la vida, independientemente de la edad- se multiplica si falla la infraestructura fundamental, es decir el trazado de las vías por las que transitamos.
La Me-24, de Ciutadella a Cala en Bosc, que el sábado fue el escenario donde encontró la muerte un joven local, está reconocida como una carretera con puntos negros, especialmente para motoristas como acredita su historial de accidentes. Es la que más siniestros acumula en la red viaria insular y en ella han muerto cuatro personas en las dos últimas décadas. La impericia de la adolescencia no podemos evitarla pero sí podemos hacer más segura la carretera.