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Vamos con el coche y desde la ventanilla ya les oigo decir «¡parque!». Siempre me pregunto qué tienen estas estructuras metálicas y de madera que les atrae tanto. Hace poco asistí a un cumpleaños en mi tierra, Valencia. Era una masía muy alegre en Bétera. Y en un rincón había un parque de madera de color blanco, en un terreno aún por embellecer y ese día bajo un sol de justicia. Era insoportable poder estar ahí, pues no hubo manera de convencer a mis hijos y demás niños para que no fueran. No había sombra por ningún lado. Parecía eso la era donde tiempo atrás se secaba el grano de arroz de la comunidad. Pues ellos erre que erre. Al final fue mi cuñado con los pequeños a que disfrutaran de esa maravillosa calima con humedad de principios de septiembre. Otras veces en la Isla no hay parque que se les resista. Un lugar ideal para gastar sus infinitas energías.

Pero lo más curioso para mí, es como su cerebro se las ingenia para hacer fácil lo difícil, o más bien arriesgado. Siempre que ven un tobogán, al principio se tiran con normalidad, sentados y hacia delante. Pero después la forma que más les gusta es tirarse tumbado con las manos estiradas tal cual héroe o heroína de cómic. Y mostrando esa lustrosa sonrisa, mientras rezo para que los dientes se queden en su sitio. Pero ahí no queda el juego y el riesgo, les encanta a todos los niños subir al tobogán andando por la rampa por donde se tiran, como si fueran salmones y nadaran a contracorriente. Da igual las veces que les dices que no lo hagan. El riesgo a su medida les atrae. Y me parece muy curioso porque el niño en cuestión no se conforma con lo primero que ve, o que tiene a su alcance. Le da vueltas y busca nuevas perspectivas.

Cuando nos hacemos adultos nos cuesta más asumir ciertos riesgos. La valentía se queda reducida muchas veces por la comodidad y los problemas que nos surgen somos incapaces de ver otras formas de dar solución, lo contrario de lo que hace un niño ante el tobogán. Después el adulto se compra libros de autoayuda o necesita de un profesional.

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En esos momentos le diría al adulto, que fue niño, que se fuera a un parque, haga lluvia o un sol de justicia, y que diera rienda suelta a su imaginación. Después de ese ejercicio terapéutico seguro que encontraría otro enfoque a su situación personal o profesional.

Tenemos que aprender de los niños. Y tenemos que cuidar a ese niño que llevamos dentro de nosotros y que un día, no se sabe cuándo, decidimos sacarlo poco. Si diéramos rienda suelta a ‘ese niño interior' estoy convencida que disfrutaríamos más de la vida.

@sernariadna