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Hace tres años un conocido periodista publicó un artículo relatando su experiencia de vivir sin WhatsApp durante un mes. Tras escribir en un grupo avisando a varios amigos, eliminó el perfil en WhatsApp y borró la aplicación del teléfono. En los días posteriores, informó de su decisión varias veces en Twitter y Facebook. Aunque seguía utilizando otras aplicaciones para comunicarse por cuestiones de trabajo, el tiempo que dedicó a la mensajería instantánea descendió considerablemente. Su primera sorpresa se produjo cuatro días después de la desconexión. Un amigo llamó al periodista para preguntarle por qué se había dado de baja. Al periodista le llamó la atención que no le preguntara si se encontraba bien, sino que todo su interés versara sobre el motivo de abandonar la aplicación. A medida que pasaban los días, el periodista se sentía a ratos aislado. Con el paso del tiempo, esa inquietud terminó desapareciendo y descubrió otras sensaciones que había dejado de experimentar. Entre ellas, el efecto liberador del silencio. Aunque en alguno de sus viajes echó de menos compartir alguna foto o relatar alguna experiencia por WhatsApp, el periodista relataba que, por primera vez, dejaba de sentirse encadenado a esa obligación invisible de responder la cadena de mensajes. Cuando concluyó el período de desconexión, el periodista decidió volver a usar la aplicación por motivos de trabajo. Sin embargo, durante unos días había aprendido a corregir algunos malos hábitos digitales, entre ellos, mantener charlas personales sobre temas importantes que podían dar lugar a interpretaciones erróneas y malos entendidos.

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El teléfono móvil constituye, sin duda, el icono por excelencia de la cultura contemporánea. En los últimos veinte años, los móviles han dejado de ser unos instrumentos pesados, poco atractivos, destinados a efectuar llamadas para convertirse en relucientes instrumentos que nos conectan con esa otra vida que hemos creado en las redes sociales. Hace unos años mandábamos un SMS y se producía un milagro cuando alguien nos contestaba. Ahora, con las aplicaciones de mensajería instantánea, hemos creado una suerte de conexión permanente donde todo se comparte, comenta y analiza hasta la extenuación. Todos los acontecimientos de la vida cotidiana han sufrido un proceso de transformación para adaptarse a ese nuevo entorno digital. Las noticias se convierten en memes. Las experiencias gastronómicas han dejado de sentirse en el paladar para ‘vivirlas con intensidad' con las fotografías que compartimos en las redes sociales. Una hora corriendo por la ciudad –aunque haga sudar- reconforta más cuando se publica y comparte en Facebook. Los éxitos profesionales adquieren una dimensión estelar (e, incluso, más satisfactoria que el logro obtenido) cuando alcanzan las mil recomendaciones en Linkedin. Los viajes han dejado de ser un acontecimiento íntimo para convertirse en un retrato permanente de una travesía nunca antes lograda. ¿Se imaginan a Marco Polo haciendo una foto en cada sitio que paraba? ¿O a Cristóbal Colón llegando a tierra desconocida posando en la cubierta la «La Pinta» y haciendo una V con los dedos?

Esta adicción al móvil genera, en ocasiones, el llamado síndrome FOMO (Fear of Missing Out), es decir, el miedo a perderte cosas. Dado que las redes sociales publican todos los días multitud de acontecimientos (al parecer, divertidos), el individuo conectado puede tener la sensación de que su vida es mucho menos interesante que la de otros internautas. Se presentan más opciones que las que cualquier persona puede abarcar lo que conduce a la depresión, el estrés y la ansiedad. Para paliar estos devastadores efectos, en los últimos años está surgiendo una nueva tribu urbana de ‘desconectados' que reclama más espacio personal y menos digital. Sus propuestas son sencillas. Cuando vas a un concierto, escucha la música. Cuando quedas con un amigo, escúchale y no chatees. Cuando estás comiendo en casa, apaga el móvil y descubre que tienes familia. Cuando vas a un restaurante, no te preocupes en enviar la foto. Cuando te enamoras, deja que la sensación vuele en tu alma y no en las redes sociales. Para iniciar este camino de desconexión paulatina, quizá nos sirvan de ayuda las palabras de Albert Einstein: «Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas».