Durante muchos siglos persistieron creencias entorno a Dios desprovistas de cualquier atisbo de verosimilitud o de racionalidad: enredos monumentales que, por otra parte, podían no ser desacertados, pues todo cuanto nos rodea es verdaderamente prodigioso. No era en consecuencia una aberración adorar al sol, a la luna, al aire o a cualquier otra potencia necesaria para la subsistencia. De todos modos, el modelo ideal -el cordón umbilical que nos une con Dios- nunca difirió del actual: integridad, honestidad, solidaridad, etc., por lo que cada hijo de vecino que ha pisado este planeta, a pesar de los extravagantes cultos, nunca careció de una brújula para seguir la auténtica e insólita ruta divina.
La religión natural es personal, íntima, no trasciende y por lo tanto no ocasiona pugnas sociales. Pero, las otras, las que sermonean la letra menuda de un Dios y asesoran a las personas que en mayor o menor grado lo requieren, si las ocasionan.
Muchos analistas se prestan por ello a excluirlas de la sociedad. Ciertamente habría menos complicaciones, pero no es la solución, sino un remedo impropio. La urgencia de un Dios prevalecerá hasta que quede uno de nosotros sobre la Tierra, por ser paralela a nuestra propia e hipotética supervivencia más allá, vitalistas como somos, todos. Además las pugnas confluyen porque en cualquier agrupación social, desde las ideológicas a las deportivas, pasando por las religiosas, algunos de sus integrantes resultan extremistas, fundamentalistas, sectarios, fanáticos, ineptos o como usted los quiera denominar, por lo que censurar las acciones protervas de los distintos cultos no es departir propiamente de religión sino de derecho civil: de erradicar energúmenos que pisotean una plataforma benigna, de un grupillo dirigente que mangonea los bienes o de seres facciosos en busca de una presa que llevarse a la boca. Porque los distintos cultos, a pesar de que algunos de ellos son estrambóticos, suelen ser en puridad de corte rigurosamente constructivo.
Las religiones son academias donde una persona asiste a clases de repaso, profundizando en ciertas sinuosidades de su yo con el fin de optimizarlo, auxiliado por un instructor si lo requiere. Es por consiguiente un paso a todas luces fructuoso esta aspiración de mejora en la persona. Cualquier otra lectura al respecto es inicua, carente de rigor y resueltamente fuera de contexto. Además, goza de una prebenda: la academia se puede convertir como por ensalmo en sanatorio y aliviar las penas que cada dos por tres nos invaden. Las religiones son pedagogas y salutíferas... ¿Qué todo es una madeja psicológica?, todo lo psicológico es verídico, aunque sea falsedad. Un ateo, por ejemplo, suponiendo que hay Dios, estará equivocado, pero no conscientemente,... si bien deberá dar cuenta de sus actos -de los cuales no está liberado-, algo que nos iguala a todos: creyentes, agnósticos y ateos.
Las religiones tratan de rentabilizar el único as que dispone el ser humano para ganarle la partida a este tahúr que es la vida.
Esto en cuanto a las religiones periféricas, porque las cristianas, encumbradas por varios motivos, sin cabida en este alegato por falta de espacio, vienen a ser la universidad de todas ellas, destacando en especial la católica, instaurada por el mismo Cristo mientras las otras, disidentes, lo fueron por hombres, un matiz significativo.
Exponía yo en mi novela «El abuelo de Hawái» en referencia a una cita de Karl Marx que pregona ser la religión el opio del pueblo, que efectivamente en las raíces del hombre, en el sentimiento, se da un jugo con la propiedad de mitigar nuestros infortunios terrestres. Cualquiera puede cosecharlo, está a su alcance. Este opiáceo es absolutamente benigno, ¡es divino! Solo que para su fácil extracción se debe educar al infante en su empleo, de lo contrario el manantial estará obstruido en la madurez por falta de uso.
En la senectud, una fase eminentemente existencialista, donde la persona se queda paso a paso sola, aunque esté rodeada de gente, es complicado cambiar, dar un paso adelante, entrar en una iglesia, si nunca entró.